Translate

martes, 28 de junio de 2022

El Bilis - Club de Manuel Reina


En alguna ocasión había leído acerca de una antigua tertulia de amigos, de poetas y literatos, que en el viejo Madrid del último tercio del siglo XIX agrupaba a un puñado de hombres en torno a lo que llamaban el Bilis Club

Jamás supe muy bien qué era aquello, pero el simple hecho de saber que Manuel Reina había formado parte del mismo, despertaba en mí una curiosidad nunca satisfecha. 



Una tertulia que tuvo distintas sedes a lo largo del tiempo (la Cervecería Inglesa en la carrera de San Jerónimo; la Cervecería Escocesa en la calle del Príncipe y, finalmente, en el Café Nueva Iberia) y que nos recuerda sobremanera a algunas reuniones de amigos en nuestra localidad que, afortunadamente, aún conservan ese espíritu festivo desprovisto de cualquier otra aspiración.



El pontanés Víctor Reina Jiménez, en unos versos que forman parte de aquella genialidad titulada Cartas de lo imposible (a la venta en Papelería La Ideal y Delibes), al alimón con Rafael Ortega Cruz, atribuye a Manuel Reina una carta dirigida al poeta Miguel Romero, en el que le da cuenta de cómo transcurría su vida en aquel Madrid finisecular del siglo XIX. En una de aquellas estrofas Reina, evocador, le traslada lo siguiente: 

El Bilis Club contaba entre sus filas

con la crème de la crème de la bohemia,

oscuros ganapanes, tocatimbres,

ultimísimos monos de la selva

de la gran urbe intensa y literaria,

de aquel Parnaso que me abrió sus puertas…

Hace un tiempo cayó en mis manos un artículo[1] del malogrado escritor y periodista malagueño Francisco Flores García (arrollado por un tren en el Madrid de 1917, en la estación del Mediodía, al intentar cruzar la vía), que conoció desde dentro aquel magnífico Bilis Club, en el que cuenta algunas anécdotas deliciosas, las travesuras cometidas por sus miembros (alguno de ellos insignes literatos), de sus idas y venidas, de su origen y desaparición.

Por lo curioso del asunto, por el desenfado y la nostalgia con la que el artículo está redactado y, fundamentalmente, por ser parte de la vida y de la historia de Manuel Reina, y a pesar de su extensión, no me resisto a compartirlo para disfrute y curiosidad de los lectores de esta libreta digital.


  COSAS DE ANTAÑO: EL BILIS CLUB

Francisco Flores García 1844 -1917

Francisco Flores García 1844-1917


Fue
una reunión, una sociedad, una piña de amigos, mejor dicho, que llegó a ser célebre; tan célebre como mal comprendida, y tan inofensiva como calumniada.

Unos cuantos amigos y compañeros de letras comenzaron a reunirse diariamente en un determinado café, durante un par de horas por la tarde (generalmente de dos a cuatro), y otras dos o tres horas por la noche, dejando de verificarse esta última reunión las noches de estrenos de comedias.

El principal objeto de la naciente reunión no fue otro que pasar el rato agradablemente, cambiando impresiones y comentando los sucesos día en lo tocante a la literatura, a la política, a la chismografía de bastidores y a la tauromaquia, tema este último tratado siempre con calor, porque en la reunión había—¿y cómo no?— lagartijistas y frascuelistas acérrimos.

Mas con ser interesante ese tema, el preferente era, desde luego, la cuestión literaria en todos sus aspectos. Autores y obras pasaban por el claro tamiz de una crítica superficial y ligera, formulada en broma y, por tanto, inofensiva.

Aún quedaba tiempo para hablar de lo humano y de lo divino.

Estaba prohibido en absoluto murmurar de los ausentes en lo que se refería al terreno privado; pero se toleraba y hasta se autorizaba criticar y aun zaherir a los presentes, en broma, por supuesto. Al que no tenía paciencia para soportar tales bromas, se le consideraba indigno de pertenecer a la reunión.

Algunos escritores de la parte de afuera vieron con malos ojos la formación de aquella tertulia, oyeron campanas, tomaron el rábano por las hojas, y creyeron que la tal reunión se componía de envidiosos, murmuradores y maldicientes que a nadie dejaban hueso sano, que censuraban sin motivo, y sólo por hacer daño, a sus compañeros, principalmente a los de sólida y bien ganada reputación; que sólo se juntaban para destilar la bilis de su crítica apasionada y morbosa. Uno de aquellos juzgadores, que padecía la manía de hacer frases a outrance (manía de que ya se ha curado, por su fortuna), tuvo la ocurrencia de bautizar a aquella reunión con el nombre de Bilis-Club.[2]


Los aludidos tomaron la cosa a broma, en broma aceptaron aquella poco simpática denominación, y era frecuente oírles decir: «Voy al Bilis», o «Vengo del Bilis».

Tal fue el origen del Bilis-Club, sociedad literaria sin reglamento, sin junta directiva, y sin domicilio; pues, como digo, se reunía en un café.

 ***

De aquella sociedad (debo llamarla así), formaron parte principalísima, por su asiduidad, Leopoldo Alas (Clarín), Tomás Tuero, Luis Taboada, Armando Palacio Valdés, Eugenio Sellés, Manuel Reina, Marcos Zapata, Leopoldo Cano, Eduardo Bustillo, Félix González Llana, Eusebio Sierra, Adolfo Posada[3]

Iban también a aquella reunión, en calidad, puede decirse, de socios transeúntes, porque no concurrían asiduamente, Joaquín Dicenta, Eduardo de Palacio, Tirso Rodrigáñez, Emilio Sánchez Pastor, y algunos otros cuyos nombres tampoco recuerdo.

Mariano de Cavia fue otro de los integrantes del Bilis Club

Clarín, el que luego fue docto catedrático de la Universidad de Oviedo, pontífice máximo de la crítica literaria y maestro de escritores, era entonces periodista, y ejercía, preferentemente, la crítica teatral, con una competencia y una acometividad de que hay pocos ejemplos. Pronto tuvo indiscutible y temible autoridad. Esmaltaba sus artículos de aguados, punzantes y satíricos chistes, llegando a ser el terror de muchos escritores ya sancionados (apuntaba alto) y que eran sometidos a un juicio de revisión por aquel juez implacable. Su sólida instrucción, su amplia cultura y su inmenso talento, daban a sus opiniones una fuerza incontrastable. En el Bilis hablaba poco pero bueno: cada frase suya era un epigrama o una sentencia. Al evocar hoy su memoria, una profunda tristeza invade mi ánimo, por la pérdida irreparable del escritor ilustre que fue mi amigo y compañero de Club.

Palacio Valdés, el que a la hora de ahora es uno de nuestros más insignes novelistas, era también periodista en aquella sazón, y, como Clarín, ejercía la crítica; pero no a la manera de Clarín, cuanto a la forma, sino de modo suave, cortés y hasta respetuoso, sin dejar por ello de ser justo e imparcial. También hablaba poco y, generalmente, en sentido conciliador, descubriendo ya en aquella época el grave defecto de toda su vida, y que forma el rasgo más saliente de su carácter; una modestia exageradísima; que defecto grave es la modestia cuando es tan verdadera y tan extremada como la de Palacio Valdés.

Tomás Tuero, aquel brillante escritor y gran periodista, muerto en plena juventud y en pleno éxito, era entre nosotros una continua y deslumbrante paradoja. La palabra relampagueante de Tuero contrastaba con la apacible tranquilidad de Manuel Reina, elegante y delicado poeta, también arrebatado prematuramente a las letras patrias y al cariño de sus amigos.

Pero el alma de la reunión era Luis Taboada, otro muerto ilustre e insustituible. En aquella época era un asombro de gracia y de espontaneidad. Tenía la frescura de la juventud, y aún no había pasado por ciertas pruebas dolorosas. Al café donde concurríamos iba mucha gente que se situaba cerca de nuestras mesas sólo para oír las ocurrencias de Taboada.

 ***

Concurría asiduamente por las tardes y por las noches —y había sido uno de los fundadores del Bilis-Club— un anciano poeta, candoroso como un niño, que cifraba su vanidad infantil en escribir buenos romances a estilo clásico. Aquel hombre (conviene repetir que era excesivamente candoroso e ingenuo, y que pensaba en alta voz) tenía todas las pequeñas pasiones de la infancia, y era, sobre todo, inmodesto y envidioso en grado máximo. Aquello de «padecer tristezas del bien ajeno» parecía inventado para él. Pero (he de esforzarme en repetirlo) esos defectos no resultaban en él molestos ni odiosos, antes al contrario, daban una nota cómica, por la sencilla ingenuidad con que los mostraba.

Luis Taboada, secundado por algunos otros socios, se dedicaba preferentemente a amargar la existencia del anciano poeta, ora señalando algún defecto al último romance publicado por el vate, ya elogiando desmedida mente a otro romancero (todos eran émulos y rivales del nuestro, según él), o bien inventando dichas y venturas logradas por algún compañero ausente.

La noticia de haberle tocado a Enrique Romá cuarenta mil duros a la lotería, en Córdoba, hizo pasar un mal rato a aquel pobre hombre.

— ¡Cuarenta mil duros! ¡Algo menos será! — decía en el tono más agrio y apenado. Su credulidad era inconcebible. En cierta ocasión le hicimos creer que Tomás Luceño, uno de los hombres más buenos, más formales y más correctos de este país, pedía palcos al empresario del teatro Español, que lo era entonces Felipe Ducazcal, ¡para venderlos! No sólo creyó ciegamente esa enormidad, sino que se desató contra Luceño y lo puso como ropa de Pascua.

En esa y otras análogas distracciones pasaban el rato aquellos temibles miembros del Bilis-Club…

***

Poco después de inaugurado el teatro de la Primavera (hoy Barbieri), situado en la calle de su título primitivo, se estrenó en el mismo un drama en tres actos, titulado La mancha de yeso, original de un carpintero de armar[4]. ¡Floja bronca pudo armarse por aquel dichoso drama!

La prensa, con esa generosidad que le es innata, sobre todo cuando se trata de carpinteros de la literatura, elogió la obra, aseguró que era buena por ser de quien era, y el buen público de aquellos barrios llenó el teatro unas cuantas noches.

Nosotros no quisimos perder aquella novedad, y allá, al teatro de la Primavera, fue una noche el Bilis-Club en masa, sin parar mientes en la distancia ni en los riesgos que podíamos correr.

La obra iba ya cansada, y las entradas habían aflojado bastante. Ocupamos toda la primera fila de butacas y parte de la segunda. El público habitual de aquel coliseo nos miró con cierta extrañeza, no exenta de hostilidad: íbamos casi todos de levita y sombrero de copa.

En cuanto se levantó el telón y oímos la primera frase, estallamos como un solo hombre en un aplauso formidable, y llamamos a escena al autor, que se presentó en seguida, haciendo grotescas cortesías. A partir de aquel instante, ya no hubo momento seguro: todo nos hacía gracia y no cesamos de aplaudir y de llamar al autor; pero, a la cuarta o quinta llamada, el autor hubo de escamarse ante aquel desbordado entusiasmo, y no quiso volver a salir. Los cómicos nos miraban de reojo, y los espectadores que estaban cerca de nosotros también se habían escamado; empezaban a refunfuñar, y un chulo de grandes persianas, de malísima traza y gesto avinagrado, dijo en alta voz:

— Estos señoritos vienen, mayormente, a meter la pata, y a alguien le va a arder el pelo.

La alusión no podía ser más delicada.

Terminado el primer acto, y después de intentar vanamente que el autor se presentase de nuevo en escena, nos reunimos, a deliberar, en un pasillo, y Luis Tabeada habló de esta manera;

--Señores: la cosa se pone fea, aún más fea que La mancha de yeso; estamos haciendo oposición a una paliza, y nos la vamos a ganar, porque la merecemos. Si para muestra basta un botón, creo que debe bastarnos conocer —aunque de oídas—el primer acto, para apreciar debidamente el mérito de esa obra de carpintería de armar. ¿Les parece a ustedes que nos marchemos ahora mismo?

— iSí! — contestamos todos a una voz, como los comparsas de las comedias.

Inmediatamente salimos del teatro y volvimos a nuestro domicilio social.

¡Ya teníamos domicilio propio! El dueño de la Cervecería Escocesa de la calle del Príncipe nos había cedido generosamente —por el consumo— una pieza interior de dicho establecimiento, en la cual sólo podían entrar los individuos del Bilis-Club, poniendo un camarero a nuestra disposición.

El tiempo que vivimos en aquel cuarto interior de la Cervecería Escocesa, fue nuestra época más floreciente y expansiva. Sin la traba del «¿qué dirán?» que en cierto modo nos cohibía delante del público volandero de los cafés que antes habíamos recorrido (habían sido varios), allí estábamos como en familia, en nuestra propia casa, y usábamos una franqueza salvaje, y a veces cruel, entre nosotros mismos. Como dejo dicho, nadie tenía derecho a ofenderse, y el descaro más inaudito pasaba como una bromita de salón.

Alguien, sin embargo, no lo entendió así… y hubo un pequeño desprendimiento…

***

Antes de estar instalados en la Cervecería Escocesa, corrimos una aventura digna de ser aquí referida. Por entonces, era nuestro punto de reunión un café que había junto a las Galatravas, y estábamos disgustadísimos, porque el servicio era muy malo. Lo digo con toda franqueza, porque ya no existe dicho café: de continuar abierto, me guardaría muy bien de meterme en tales dibujos, por la responsabilidad criminal en que pudiera incurrir; pues sé que, aparte las comedias, no es lícito desacreditar ningún producto…

Al café aludido fue una tarde a buscarnos el apreciable actor Chas de Lamotte[5] (q. e. p. d.), y nos propuso un cambio magnífico, un cambio en la cabeza del dueño del caféLa Sociedad Artístico Industrial, establecida en el piso principal de una gran casa de la calle de C..., nos cedía de balde un par de habitaciones amuebladas, poniendo a nuestra disposición la necesaria servidumbre, gratis también.

La proposición nos extrañó mucho. ¿A qué obedecía aquella generosidad? Fácil era la explicación, según Chas de Lamotte. En dicha sociedad había una buena cantina, donde servían café, licores y fiambres, todo ello de clase superior, y bien pagaríamos las habitaciones que nos cedían con el consumo que hiciéramos. El razonamiento parecía lógico.

Vimos el cielo abierto, aceptamos en seguida proposición tan ventajosa, y fuimos en corporación, acompañados por Chas, a ver la casa nueva. Las dos habitaciones que nos destinaban, y de las cuales nos dio posesión el conserje, eran amplias, exteriores, y estaban lujosamente amuebladas. Nos instalamos desde luego.

íbamos por las tardes, desde las dos hasta las cuatro o las cinco, y por las noches desde las nueve hasta las doce o la una.

Por la tarde no veíamos a nadie ni oíamos el menor ruido en el resto de la casa, de la cual sólo conocíamos nuestras habitaciones. Cuando intentamos alguna exploración, encontramos todas las puertas cerradas. Por la noche ya era otra cosa. Tampoco veíamos a nadie, excepción hecha del camarero que nos servía; pero desde cosa de las diez, oíamos el tráfago y ajetreo de gente que discurría por los pasillos y se internaba en las habitaciones interiores.

—Será que la Sociedad Artístico-Industrial celebra junta —pensamos la primera noche.

Por el pronto no nos metimos en más averiguaciones; pero, como en las noches sucesivas se realizó el mismo programa, creímos llegada la hora de escamarnos un poco.

A los cuatro o cinco días do concurrirá aquella casa misteriosa—que bien podía llamarse la casa de los ruidos —hicimos un horrible descubrimiento. La Sociedad Artístico-Industrial… ¡era una casa de juego!...

Inmediatamente surgió una duda. ¿Por qué aquellos industriales nos habían llevado allí y nonos daban conocimiento de su industria? Por una razón muy sencilla y muy clara. Sabían que éramos gente de poco dinero —dicho sea sin ofensa de nadie—y como puntos, poca ganancia les podíamos dar, no siendo puntos fuertes, y nos reservaban otro papel. Nos llevaron allí con el solo propósito de que una sociedad de literatos fuese tapadera de una casa de juego, y por ese medio despistar a la policía. No obstante, la policía no se despistó, como verá el que leyere.

***

Despejada la pavorosa incógnita, y después de una breve deliberación, decidimos irnos inmediatamente con la música a otra parte, aunque fuese al café donde nos envenenaban a diario. En el calor de la improvisación, uno, no recuerdo quién, tuvo la desdichada idea de que estuviésemos en carácter al pasar allí la última velada, y, al efecto, propuso que se tallara un modesto burlóte. Se abrió discusión sobre la materia, y poco después se abrió la puerta, y el camarero nos presentó los naipes que habíamos menester. Se declaró el punto suficientemente discutido, y en seguida, con gran algazara, pasamos a vías de hecho, estableciendo una timba modestísima.

La animación fue inusitada, y eran risibles las apuestas. Nos divertíamos de veras en aquel inocente

juego.

Al cuarto de hora de haber comenzado —¡encantadora oportunidad la nuestra! — el camarero entró, gritando:

— ¡La policía! ¡La policía!

Terror pánico. Guardamos apresuradamente las barajas y el dinero; adoptamos una actitud tranquila, en lo posible, y nos preparamos a esperar los acontecimientos. Nos creímos seriamente comprometidos; tendríamos que comparecer ante el juez de guardia ¡Tal vez que Ingresar en la cárcel! ¡Qué vergüenza!

Alguien tuvo la idea salvadora de que nos fuésemos por un balcón; pero, estábamos en un principal con entresuelo, y ya la idea no resultaba tan salvadora…

Por fortuna, nuestros temores fueron ilusorios. La policía, que indudablemente iba a tiro hecho, se fue derechita a las habitaciones interiores, sorprendió la partida grande, la verdadera partida, se incautó de los útiles del oficio, detuvo a buen golpe de profesionales (nosotros éramos unos simples aficionados), y se marchó con ellos, sin dignarse siquiera entrar donde estábamos.

¡Merecíamos aquel desprecio! ¡Y lo agradecimos mucho!

¡Con qué satisfacción respiramos, y con qué celeridad nos lanzamos a la calle!

Aquella peripecia dio ocasión a innumerables chistes de Taboada, o inspiró a Bustillo la siguiente improvisación:

Vino el inspector, y zás:

nos levantó aquel burlóte.

La culpa la tuvo Chás

de Lamotte.

¡Pobre Chas! Era un hombre buenísimo. No sólo no tuvo la culpa, sino que creo sinceramente que fue engañado, como nosotros. Después de lo acaecido, estaba inconsolable.

 ***

 
Caricatura de Pérez Galdós (por Ramón Cilla), Madrid Cómico 15 abril 1883

Volvimos, provisionalmente, a nuestro punto de partida, o sea al café de junto a las Galatravas.

El recuerdo de aquel disgusto, fue nuevo acicate de nuestro buen humor.

De aquella reunión, tan calumniada por los que no la conocían, salió la idea del primer banquete ofrecido a D. Benito Pérez Galdós, y que fue, puede decirse, la consagración de su fama y la proclamación oficial de su inmenso talento.

De la idea nació una comisión[6] compuesta de individuos del Bilis, que organizó, no un banquete, sino dos, para un mismo día, uno por la mañana y otro por la noche[7].

¿Explicación de ese doble agasajo, o más bien tributo de justicia? Una razón económica muy atendible. El primer banquete en que se pensó había de ser de 25 pesetas el cubierto, si habíamos

de darle la debida importancia; luego se cayó en la cuenta de que muchos admiradores del gran novelista, no podían disponer de cinco duros—por grande que fuese su admiración — para tal objeto, y entonces se ideó dar por la mañana un almuerzo popular, a tres pesetas, y por la noche, el banquete proyectado primeramente.

Y así se hizo. Un mismo fondista sirvió los dos banquetes, que se verificaron en la Carrera de San Jerónimo, donde ahora se halla establecido el Antiguo café de la Iberia. Aunque el más caro fue selecto, y asistieron Castelar, Echegaray, Martos y otras ilustres personalidades, que pronunciaron admirables discursos, declaro, en honor a la verdad, que me resultó más animado, más expansivo y más simpático el banquete de por la mañana, y casi me atrevería a jurar que a Galdós le sucedió lo mismo.

El insigne autor de los Episodios Nacionales, debió quedar satisfecho.

***

En otra ocasión, aprovechando la estancia en Madrid de D. José María de Pereda, en una de sus escapadas de la montaña de Santander que por cierto no eran frecuentes - también le ofrecimos un banquete, que resultó por extremo lucido y brillante.

Pereda venía a Madrid lo menos posible, cuando le era absolutamente preciso y a regañadientes.

Sabido es que el eminente literato montañés era de la más pura laya reaccionaria; y yo debo consignar aquí, que en el Bilis-Club predominaban por manera absoluta las ideas liberales y republicanas; pero, jamás, como corporación, confundimos el arte con la política. Contraste digno de notarse: mientras los correligionarios del autor de Pedro Sánchez apenas le hacían caso, nosotros, sus adversarios políticos, le agasajábamos, honrándonos al hacer justicia a su esclarecido talento.

Recuerdo que, terminado el banquete —que fue importante por el número y calidad de los comensales —y ya de pie para marcharnos, un grupo de socios del Bilis rodeó al ilustre autor de Sotileza (que por entonces acababa de publicarse), reconviniéndole cariñosamente por su sistemático alejamiento de esta villa y corte.

Uno le preguntó:

—¿Por qué no viene usted más a menudo a Madrid y por largas temporadas?

Y él contestó, sonriendo bondadosamente:

— Temo hacerme liberal… por agradecimiento. Esa es la razón de que no venga tan a menudo por aquí.

La censura al proceder de sus correligionarios no podía ser más clara. ¿Qué importaba que Pereda fuese liberal o reaccionario? Para nosotros era sencillamente el autor de muchos libros hermosísimos, una verdadera gloria nacional, y eso bastaba para consagrarle nuestra más entusiasta admiración, otorgándole nuestro más profundo respeto.

El gran escritor de cara cervantina y estilo cincelado estuvo muy cariñoso con nosotros, nos dedicó ejemplares de su última novela y prometió venir a Madrid con más frecuencia…, aun corriendo el riesgo que tanto temía.

Do esto hace la friolera de veintitrés años… cuando menos.

 ***

Como nota cómica, que reflejaba nuestro habitual modo de ser, después de los banquetes ofrecidos a los de fuera de casa, también ofrecimos y dimos un banquete a un compañero de Club, al anciano poeta romancero, para celebrar… su centenario.

La broma era algo pesada, porque, en ley de verdad, le faltaban muchos años para llegar a cifra tan respetable.

Él aceptó la broma y la llevó muy bien; concurrió al banquete, comió con excelente apetito y nos obsequió y encantó con la lectura de uno de sus más castizos romances. Es decir, no nos encantó a todos, porque en dicho romance, después de dar las gracias por aquel homenaje, decía que entre los comensales había quien lo merecía más que él, y estampaba dos o tres nombres.

Los aludidos se incomodaron fieramente, y aquella incomodidad fue nuevo motivo de diversión.

Si hubiera de contar todas las anécdotas y narrar cuantos episodios recuerdo de aquella época relacionados con el Bilis-CIub, o acaecidos en el mismo, sería interminable este relato, y no quiero abusar de la paciencia del lector.

En broma, sin tomar nada en serio, al parecer, aquella piña de amigos rindió siempre fervoroso culto al mérito positivo, fue misericordiosa con la medianía modesta, dispensó alentadora acogida a todo talento naciente, y algunos de aquellos biliosos honraron, y honran, las letras patrias.

***

El Bilis-Club llegó a constituir una fuerza, y a ejercer decisiva influencia en algunas esferas del Estado.

Mediante una propuesta firmada por nosotros, fue nombrado Director del Asilo de las Mercedes el un tiempo popularísimo y simpático escritor Enrique Pérez Escrich, quien, después de una labor copiosa que enriqueciera a sus editores, había llegado a la vejez — como llegan casi todos nuestros escritores —sin dos pesetas…

Otros destinos pudo recabar también el Bilis-Club para escritores necesitados, algunos de los cuales mostró su gratitud… quitándonos el pellejo.

Pero nada hay duradero en este pícaro mundo, y el Bilis-Club no había de tener el privilegio de ser eterno. Clarín, el sabio y temible crítico—pero nuestro amigo cariñoso— se fue a desempeñar su cátedra en la Universidad de Oviedo, y Palacio Valdés se metió en su concha para trabajar seriamente y darnos la serie de novelas que hoy son la admiración de propios y extraños.

Aun notándose, como se notaba, el gran vacío que dejaron entre nosotros dos figuras de tanto relieve como esos admirables artistas de la pluma que dejo mencionados, todavía vivió el Bilis-Club días prósperos y relativamente dichosos.

Algún tiempo después, a Luis Taboada—nuestro conversador predilecto —le pedían artículos de todos los periódicos; tuvo que ordenar y metodizar su trabajo- que era enorme,—y ya no tenía tiempo de ir al Club asiduamente, sino muy rara vez; Manuel Reina pasaba largas temporadas en Puente-Genil; Leopoldo Cano fue con un alto cargo militar a Puerto Rico; murió Tomás Tuero {eminente articulista de El Liberal); Marcos Zapata se fue a América; Sánchez de León a trabajar en provincias; otros tenían ocupaciones que no les dejaban libre el tiempo que antes consagraban a su reunión favorita; y así, paulatinamente, fue perdiendo su carácter y concluyéndose poco a poco el famoso Bilis-Club, pesadilla de algunos espíritus estrechos que, pasándose de listos, fueron siempre y a toda hora sus enemigos jurados.

En sus últimos tiempos, ya era el Bilis-Club una reunión dominguera, pues solamente los domingos podían reunirse la mayoría de los socios que quedaban; mas ya no éramos ni sombra de lo que fuimos cuando aplaudíamos La mancha de yeso y organizábamos banquetes en serio y en cómico.

Al presente, muchos de aquellos regocijados biliosos toman café en su casa, hecho en una maquinilla, y, durante el invierno, el reuma u otros achaques les impiden salir por las noches.

Yo llevo en mi trabajado espíritu la nostalgia de aquellos febriles días, siempre alegres, que marcaron el apogeo del Bilis-Club, y, al dar de mano a esta sencilla narración, envío desde aquí un abrazo fraternal a los compañeros que viven, elevando desde el fondo de mi corazón una oración cristiana a la buena memoria y por el alma de los compañeros que han desaparecido.



[1] La ilustración Española y Americana nº 17, Madrid 8 de mayo 1906.

[2] Parece ser que fue José Ortega Munilla, padre de Ortega y Gasset –los restos mortales de su esposa Dolores Gasset Chinchilla descansan en Puente Genil–, quien bautizó con ese nombre a tan magnífica tertulia.

[3] El propio Adolfo Posada escribirá un día lo siguiente: «Allí no se destilaba bilis ni para uso interno ni para derramarla como el calamar derrama su tinta. Lo que se derrochaba a boca llena en el Bilis era el ingenio, eso sí, más malévolo y desahogado que admirativo y sin reparar si el chiste, la murmuración, el juicio o la frase causaba una víctima en la misma tertulia o fuera de ella. No había para los contertulios prestigio sin su pero. [...] No era una cofradía, ni una empresa de elogios mutuos [...] un centro de buenas amistades, cosechadas en atmósfera de pasiones nobles y ruines entre entusiastas y maldicientes».

[4] La mancha de yeso, escrita por el carpintero madrileño Remigio Vázquez y dedicada a los obreros de Barcelona, se estrenó en 1882 y está considerada la primera obra de teatro específicamente anarquista.

[5] Benito Chas de Lamotte, actor y dramaturgo, a quien el poeta Narciso Serra dedicara los siguientes versos, que fueron recogidos por Manuel del Palacio y Luis Rivera, en su Cabezas y calabazas (Madrid, 1864): ¡Chas! En vano me dirás / que de actor te has contratado: / tú siempre estarás quebrado / como tu apellido, Chas.

[6] La comisión para la organización del homenaje en 1883 estuvo formada por Manuel Reina Montilla, Eugenio Sellés, Triso Rodrigañez, Mariano Araus, Antonio Sánchez Pérez, Eduardo Santana, Andrés Mellado, marqués de Valdeiglesias, Alfredo Escobar, Isidoro Fernández Florez, Joaquín Martín de Olías, Mariano de Cavia, Félix González Llana, Pedro Bofill, Conrado Solsona, Luis Alfosno, Leopoldo Alas, Emilio Sánchez Pastor, José Navarrete, Armando Palacio Valdés y José Ortega Munilla.

[7] Las adhesiones al banquete popular se adquirían en al precio de 3 pesetas en la Librería de Gutemberg (Calle del Príncipe, 14, teatro de la Comedia), mientras que las de la cena se adquirían a precio de 25 pesetas en la Librería de Fernando Fé (Carrera de San Jerónimo, 2).