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domingo, 1 de noviembre de 2015

Juan Carbonero López, cura párroco de Miragenil... y la epidemia colérica de 1834

Hay ocasiones en las que no es necesario haber publicado decenas de libros o alcanzado las más altas dignidades eclesiásticas para ser objeto de reconocimiento. No es preciso, las más de las veces, haberse constituido en industrial o empresario, viajado por medio mundo, ni gozar de la más excelsa de las formaciones, para que los propios conterráneos rindan tributo de agradecimiento. A veces, sola y llanamente es preciso ser una buena persona y prestarse a compartir las circunstancias del prójimo, del próximo. Así de simple, así de sencillo.


Del sacerdote cura párroco de Miragenil Juan López Carbonero poca es la información que podemos traer a esta libreta virtual. A nuestros efectos, la primera noticia relevante que de él tenemos es que llega a Miragenil como cura párroco de Santiago el Mayor en el año 1830 y allí permanecerá hasta 1867. Obsérvese la época de cambios y sobresaltos que le toca vivir: llega destinado a Miragenil de parte del Obispo de Sevilla, a un pueblo dependiente del Marquesado de Estepa; lo hace además en mitad de la Década Absolutista, la Década Ominosa, en la última fase del reinado de Fernando VII, caracterizado por una brutal represión del movimiento liberal que ponía en peligro el absolutismo. En 1867, cuando es sustituido como párroco por Rafael Cano Melgar –imaginamos que por fallecimiento–, deja a sus espaldas una situación, una realidad completamente distinta: a lo largo de aquellos 37 años de párroco,la Puente de Don Gonzalo se ha unido al lugar de Miragenil por Real Decreto de 10 de diciembre de 1834, dando así lugar al actual Puente Genil. Eclesiásticamente, uno y otro núcleo seguirán formando parte de dos diócesis distintas (Sevilla y Córdoba), si bien en el plano político se ha creado un solo pueblo y adscrito a la provincia cordobesa. Por otro lado, el absolutismo de Fernando VII habrá dado paso al reinado de Isabel II, con las consecuentes regencias, primero de su madre María Cristina de Borbón Dos-Sicilias y del general Espartero después, y al reinado efectivo de Isabel a partir de 1843.

El padre Carbonero vivió en un Puente Genil que ninguno de nosotros reconocería. Aparte de unos pocos señores acomodados, la burguesía local, con un capital aún basado en la explotación de la tierra, la población es fundamentalmente rural... Rural y pobre. No hay luz eléctrica, el ferrocarril aún tardará décadas en hacer su aparición, calles terrizas, saneamiento inexistente, familias numerosas y mortandad infantil elevada (en 1832 era del 130,74 por mil)... Perros, gatos y ratas pululan por las calles y a la puerta de las casas, las bestias de carga aguardan a que sus amos hagan uso de ellas. El abastecimiento de agua se hace a través de fuentes y las condiciones higiénicas estarán, simplemente, a la altura de su tiempo y sus circunstancias.

En ese contexto social e higiénico y en un Estado débil y lleno de conflictos, a finales de 1833 llegan a la Puente noticias de que en algunas poblaciones cercanas se ha declarado la epidemia del cólera morbo indio. En el Cabildo del Ayuntamiento pontanés del 3 de septiembre de 1833 se da cuenta de “las funestas noticias que corrían de hallarse el cólera morbo en la ciudad de Huelva y otros puntos”. Como primera medida de reacción y defensa a lo que aquellas noticias adelantan, se constituye la Junta de Sanidad, se corta la comunicación con algunos pueblos cercanos alrededor de los cuales se establecen cordones sanitarios y se ordenan rogativas sacando a la calle las imágenes de Jesús y la Patrona; poco después se amplía la Junta de Sanidad y se decide la compra de arroz y fanegas de garbanzos por si hubiera que disponer de ello. Por si fuera poco el estado de las cosas, y como forma de comprender y situarnos en aquel c¡momento de la Historia, en la década de 1825 a 1835 se verifica una enorme sequía (en 1825 y 1826 no llovió absolutamente nada), lo que propicia una emigración numerosísima y, por supuesto, un aumento de las necesidades vitales que quedan sin cubrir. El 29 de septiembre de 1833 se recibe la noticia del fallecimiento del Rey Fernando, incrementado en el pueblo sencillo y llano la sensación de desconcierto y desamparo. El 22 de octubre la Junta de Sanidad acuerda el empiedre de las zonas encharcadas y sitios pantanosos, obligando a empedrar sus puertas a los vecinos que no las tuvieran. 

Para saber lo que entonces se conocía de la enfermedad, lo mejor es remitirnos a los textos de la época. El doctor Reyes González, condecorado por sus servicios durante la epidemia escribió un breve trabajo a partir de lo observado en 1833 y 1834, describiendo los síntomas de la enfermedad y el tratamiento de cada dolencia en función de la sintomatología.










Poco a poco llegan inquietantes noticias sobre el avance inexorable de la epidemia: Extremadura, Málaga, Sevilla, Cádiz… El 6 de noviembre Antequera ya estaba contagiada… El 2 de abril de 1834, José Ibarra escribe a su hermano:
“…inculpábamos la muerte de Martín a un pequeño exceso de aquel desgraciado, pero ¡cuán dolorosamente nos hemos desengañado después! ¡Con cuánta aflicción te lo anuncio! Fue seguramente la quinta víctima del cólera morbo de la India, desconocido en aquellos primeros días de su desarrollo, y que ya hoy aflige a este infeliz pueblo con una voracidad que acaso no habrá tenido semejanza en parte alguna e igualdad de circunstancias. Anteayer, después de haberlo estado ocultando durante algunos días, nos vimos en la dura decisión de declarar el pueblo en estado de contagio: ascendían ya los enfermos a ciento doce y los muertos diarios a diez. Esta desoladora enfermedad, en su principio, fue atacando sucesiva y salpicadamente a pocos individuos, que todos perecieron antes de la veinte y cuatro horas de la invasión […], mas en los días del Miércoles y Jueves Santo desplegó su carácter pernicioso, invadiendo a multitud de personas, y así sucesivamente hasta hoy. Se verifica en muchos que desde la invasión al doloroso término de la muerte, median doce y las más de las veces veinte horas […]. Los curas, sin que se haga señal, andan por todos puntos con estolas, solamente embozados en las capas, administrando la Santa Unción, sin más acompañamiento que un acólito. De tres días a esta parte ha emigrado más de un tercio de la población”.
A nuestros oídos llega así, más de un siglo después, de la voz y de la mano de Ibarra que nos lo narra con corrección y elegancia, mas sin ocultar los estragos de la epidemia, el carácter inmediato de la muerte a partir del contagio de la enfermedad; la llegada repentina de ésta y los estragos causados en las familias. Pero al tiempo que nos cuenta el dolor y la realidad de la enfermedad, nos muestra una luz de esperanza y generosidad, porque si bien es cierto que más de un tercio de la población ha dejado Puente Genil huyendo del contagio, los curas cumplen con su obligación cristiana de visitar a los enfermos y procurarles el consuelo al final de su agonía. Sólo tres días más tarde dirá: 

Se aumentan de día en día los estragos de este cruelísimo contagio: además del crecidísimo número de enfermos y muertos, que de éstos ascienden ya a doce y trece diarios, se observa de tres días a esta parte un carácter tan mortífero, que acometiendo a una persona se afecta en el instante toda la familia. Ayer se verificó en Miragenil sepultura a un mismo tiempo dos hijos con su madre […].  Ayer mañana se vieron en las calles y templos muchas personas que esta noche pasada han dormido en el sepulcro. El pueblo casi desierto por la numerosa emigración de las familias. […] Hoy han muerto quince personas”.

El 9 de abril escribe:

Le chòlera. Grabado de Daumier
El devorador contagio de día en día progresa hasta causar asombro su marcha. Ya en todos los puntos de este pueblo y Miragenil azota cruelmente las familias atacando de un modo que no deja lugar a recursos. […]. Las personas que de noche se separan de sus hijos, sin manifestar novedad alguna, amanecen en la eternidad. ¡Sólo el Juicio Final podrá impedir más terror! Desde el primero del corriente ha sumergido en el sepulcro algo más de cien personas, sin las que había arrebatado desde el doce del mes anterior. ¡Se acabaron los entierros públicos! Una compañía de porteadores asalariados andan de continuo por las calles y cuando expira el enfermo o enfermos los extraen y conducen al enterramiento común. El pueblo está desierto y asombrado: las familias que no emigraron tienen cerradas las puertas y ventanas de sus casas. No se ven en público más que los sepultureros o los curas que van preguntando de casa en casa si hay enfermos a quien administrar los santos óleos […]”.
Y como en un macabro diario, Ibarra le cuenta a su hermano el día doce: 
“Siguen los furiosos estragos del contagio. Hasta hace unos días cebábase en la gente pobre, pero ya se ha difundido atacando indistintamente a todas las clases y a las personas más moderadas y frugales y aún hasta los niños de pecho”.
El cólera se propagaba al no existir una eficaz separación de las aguas potables y las aguas residuales.
En ese ambiente de recelo, de miedo y de pánico, el padre Juan Carbonero recorre las calles todos los días y todas las noches llamando a las puertas de las casas por si hubiera algún enfermo que auxiliar. Está rendido, son muchas las horas de vigilia y de dolor a sus espaldas. Únicamente se deja acompañar, si acaso, por su teniente Luis Pastor. No es ningún loco, no busca la muerte, pero su condición, su fe, su moral y su conciencia no le permiten ser ajeno al dolor de su parroquia, por mucho que ese dolor pueda causarle la muerte. Sabe que hay cosas peores. Cura sencillo y bueno, conoce poco de política y el maremágnum de partidos, de nombres y facciones lo aturden, pero defiende la causa de la S.M. la Reina Isabel II (¡faltaría más!) y con ella, la de su Augusta Madre, María Cristina, cuyos retratos forman el principal, quizás el único, adorno de su casa. No sólo administra los Santos Óleos, sino que con sus propias manos da friegas de alcanfor a los enfermos sucios y deshidratados, con olor a rancio y a muerte… A veces les lleva los pocos alimentos que ha podido conseguir… y que será, posiblemente lo único que puedan comer. A veces le toca cubrirlos con sus andrajos cuando ya habían sucumbido, para que les sirviesen de mortaja.

Matanza de frailes en Madrid

Las condiciones ambientales del Sur de España harán que este brote epidémico llegue rápidamente hasta Madrid, donde se producirán matanzas de frailes acusados de transmitir la enfermedad y envenenar las aguas. El miedo es atroz. Se comienza a sospechar de todo el mundo, de los médicos, de los aguadores, de los farmacéuticos…



Matanza de frailes en Madrid 1834
MUSEO DE HISTORIA-GRABADOS BLANCO Y NEGRO.
Sin embargo las medidas adoptadas por la Junta de Sanidad y que hemos recogido más arriba, comienzan a dar resultados. El 15 de mayo de 1834 el gobernador civil de Córdoba, anuncia que en la capital y demás pueblos de la provincia se disfrutaba de completa salud y que en las villas de Benamejí y Puente D. Gonzalo, se había cantado el Te Deum por haber desaparecido la enfermedad que los afligía. A finales de aquel mismo año, no obstante, hubo una nueva invasión de la epidemia, peor incluso que la primera. Los efectos no podemos ni imaginarlos. A modo de insolente e indolente testimonio, reproducimos el gráfico inserto la página 70 del estudio publicado en 1980 por Jesús Estepa Giménez, Aportación al estudio de la disolución del régimen señorial: Puente Genil 1750-1850, donde se muestra la evolucion del crecimiento vegetativo. Fijen nuestros lectores la vista en la curva gráfica de los años 1833-1835.

Una imagen vale más que mil palabras.
A veces la Gloria y los reconocimientos son como la propia sombra: cuando se persiguen se tornan inalcanzables, pero cuando se permanece en el puesto, en el cumplimento de sus deberes, siempre alcanzan a aquel que le corresponde. Por todo ello y a petición de quienes fueron testigos de su sacrificio, el bueno del padre Juan fue distinguido con la Cruz de Comendador de Isabel la Católica. La Junta de Sanidad informaba sobre el heroico comportamiento del cura Juan en el expediente que se cerraría con su concesión en 1840:



El infrascrito Secretario de la Junta de Sanidad de este Lugar de Miragenil certifico: que en el acta celebrada por los señores que la componen, en el día de ayer, entre otros particulares que acordaron, hay uno que copiado a la letra dice así: 
 El Señor Presidente manifestó  a la Junta que habiendo sido testigo presencial de los importantes servicios hechos, en los días más críticos de la enfermedad del cólera-morbo en esta Población, por el Presbítero D. Juan Carbonero Cura Párroco del mismo y vocal de esta Junta, era un deber suyo proponer que se le dieran las gracias más atentas por ésta a dicho Señor Cura por su loable comportamiento en días de tanta amargura y desconsuelo; pues cuando otros vecinos que gozaban conveniencias huían del Pueblo por no ser testigos de las enfermedades que lo afligían, este dignísimo Cura suministraba los auxilios espirituales a los enfermos con la más fervorosa caridad; y no contento con esto los visitaba consolándolos con amabilidad en sus desgracias, socorriendo a los menesterosos aun más allá de su posibilidad: lo que oído por los demás Señores dijeron que ellos abundaban en los mismo sentimientos, pero que por no ofender la delicadez de nuestro Señor Cura, no lo habían ya propuesto a la Junta:  que siendo verdad cuanto ha expuesto el Señor Alcalde Presidente porque todos lo habían visto y la gratitud pública así lo marcaba, que en esta atención no sólo eran de parecer de que se le dieran las gracias por tan generoso comportamiento, sino que así se consignase en esta acta para perpetuar la memoria de hechos tan dignos de ser imitados; y que por el presente Secretario se le de el oportuno Testimonio de este particular para los usos que le convengan.
El particular inserto concuerda a la letra con el libro de actas de Sanidad a que me refiero. Y cumplieron lo mandado pongo el presente en Miragenil a veinte y tres días del mes de Mayo del año de mil ocho cientos treinta y cuatro.
En 1855 una nueva epidemia asoló Puente Genil. Conocidos los efectos de la previa de 1833-1835 podemos hacernos una idea de qué supuso para la población: miedo, recuerdos atormentados de la anterior dos décadas atrás, resucitar de leyendas, temor por la vida de sus hijos, de sus mayores, desesperación... Pero en esa nueva tragedia salpicada de dramas personales, destacáronse por su abnegada entrega y generosidad muchos habitantes de la villa: los buenos sacerdotes como el padre Juan y su teniente Luis Pastor, el padre Francisco P. Estepa, José Vitor Ibarra (sacerdote, miembro entonces de la Junta de Sanidad y autor de las cartas a su hermano que el tiempo nos ha legado), Francisco Melgar Villalba, el vicario eclesiástico Juan José Morales, el celoso teniente de cura Juan Berjillos… Y gracias a los buenos oficios e implicación personal, aun a riesgo de su propia vida, de Francisco Padilla y su piadosa esposa Encarnación Parejo, el señor José Varo o Santiago de Gálvez Cañero… gracias en fin a tantos y tantos cuyos nombres que no engrosarán las líneas de la Historia, pero que hicieron lo que en su momento debieron hacer, la epidemia comenzó una vez más a remitir.

Ello llevó a que la Reina Isabel, por Real Orden de 15 de noviembre de 1861, deseando "...dar un público testimonio de la satisfacción con que se ha enterado […] de la generosa conducta e importantes servicios que prestaron a la humanidad doliente durante la epidemia colérica […] las corporaciones e individuos comprendidos en la adjunta relación, ha tenido a bien acordar [...] que se les den las gracias en su real nombre y que esta soberana disposición y la relación precitada se inserten en la Gaceta de Madrid y en el Boletín Oficial de la provincia de su mando”. Incluye aquella relación inserta en la Real Orden las siguientes corporaciones e individuos de Puente Genil: 
Don Joaquín Gálvez Velasco, segundo Teniente de Alcalde, Señor Conde de Casa Padilla y Don Marcos Bajo, individuos de la Junta Municipal de Sanidad, Don Félix Camacho Ayala, secretario del Ayuntamiento, Don Antonio Jiménez, cura párroco, Don Juan Bergillos, presbítero, Don Francisco de P. Valverde, teniente cura, Don Juan Carbonero López y Don Juan José Morales, curas párrocos más antiguos, Don Eleuterio Santos y Don Francisco Pérez Muñoz, regidores del Ayuntamiento, Don Miguel Montilla, sangrador, Don Antonio José Veloz y Muñoz, farmacéutico, Don Agustín Aguilar y Cano, administrador de correos”.

Todos ellos hicieron lo que tenían que hacer, de igual forma que muchos que permanecerán anónimos para la Historia, pero no huérfanos del agradecimiento de quienes la conocemos.






Fuentes consultadas:
  • Ministerio de Educación, Cultura y Deportes. Portal de Archivos Españoles.
  • Aportación al estudio de la disolución del régimen señorial: Puente Genil 1750-1850. Colección Anzur, volumen X, Puente Genil, 1980. Jesús Estepa Giménez.
  • Puente Genil, siglo XIX 1800-1834. Colección Anzur, volumen XIX, Puente Genil 1985. José Segundo Jiménez Rodríguez.
  • Apuntes Históricos de la Villa de Puente Genil, Sevilla 1871. Escrita en colaboración por  los señores Agustín Pérez de Siles y Prado y Antonio Aguilar y Cano.
  • La epidemia de cólera de 1834 en Madrid. Asistencia y represión a las clases populares. Florentina Vidal Galache. Espacio, tiempo y forma, Serie V, Historia Contemporánea nº 2, 1989, páginas 271-279.
  • El cólera morbo indio, su descripción y el método curativo. Instrucción medico-popular. D. J. Reyes González, abril 1849.
  • La Revista Española 17 mayo 1834.
  • Eco de Comercio 21 mayo 1834 y 19 octubre 1840.
  • La Esperanza 15 agosto 1855 y 15 abril 1862.
  • La Iberia 3 diciembre 1861.
  • Diario Oficial de Avisos de Madrid 2 abril 1862.