Muy enfermo debió sentirse el respetabilísimo Alonso de Aranda, representante de una de las más principales familias de la villa, para ordenar su testamento a la una de la madrugada de aquel martes dieciséis de octubre de mil y seiscientos setenta y cuatro. Y absolutamente convencido de la proximidad de su muerte para convocar a tan escandalosa hora, rodeados de hachones de cera en el sepulcral silencio de una fría madrugada, al escribano Juan Ruiz Obrero y a los vecinos que en calidad de testigos comparecieron: Antonio Galeote y Jaén, Mateo Ruiz Guerrero (familiar del Santo Oficio), Juan de Melgar y Saavedra (alcalde ordinario), Lucas Moreno de Lara (escribano púbico), el capitán Juan de Gálvez y Lara, Domingo Palacios y Cristóbal Castillero.
Era
hijo del doctor Bartolomé de Aranda, natural de Jaén, y de Inés de Mesa, ambos
vecinos de la villa. Se casó con Marina de Siles, con quien tuvo una hija
legítima —Marina de Aranda—, que luego contraería matrimonio con Juan del Pino
Martos, alcaide de la fortaleza de la villa. Ambos dieron dos nietas a Alonso: Marina (que en el momento del otorgamiento del testamento tenía cinco
años) y Catalina, de poco más de uno.
En
el hermoso estilo del siglo XVII, Alonso ordena con multitud de detalles y
prevenciones, lo que habría de pasar con sus bienes, su familia, sus
relaciones… a partir de que fuera llegado su óbito.
En cuanto a su entierro, dispuso que fuera sencillo y llano, y que su cuerpo —vestido con hábito y cuerda de Nuestro Padre San Francisco de Paula—, se trasladase con una cruz desde la Parroquia hasta el convento Franciscano (Los Frailes), acompañado solamente por un sacerdote, sacristán y acólito. Allí sería recibido por la comunidad de religiosos y franciscanos, y enterrado sobre terrizo a la entrada de la capilla de Nuestra Señora de la Victoria y de la Salud (de la que era fundador), para que todo el que entrare en ella, pisare sobre su tumba. Asimismo, ordena la celebración de una serie de misas por su alma, las de sus padres y difuntos, y por los de su esposa, Marina de Siles.
Confiesa
Alonso que desde que tuvo uso de razón oyó a sus padres decir, y la
experiencia y la observación de la realidad le confirmaron en esa opinión, que
los bienes que se parten y dividen acaban desapareciendo junto a la memoria de
su procedencia, mientras que los bienes que se mantienen juntos y agregados,
permanecen y se aumentan, posibilitando así la conservación del nombre y la
casa familiar. Por eso prohíbe la dispersión de su patrimonio, estableciendo una
serie de mayorazgos y vínculos a favor de su esposa, su hija y nieta.
Honores
y bienes del mayorazgo de Marina (su nieta): los derivados de su título de
fundador de la capilla de la Virgen de la Victoria y de la Salud en el convento
de Los Frailes, y los que le pertenecían por la aprobación de las reglas de la
Cofradía de la Caridad. Con estos últimos, se refiere al honor de sacar la
bandera adornada con hachas de cera, precediendo al Señor de la Humildad y
Paciencia la tarde del Miércoles Santo, tal y como había hecho desde que el
secretario del obispado lo aprobara en 1664. Vinculado a esos honores, sin
embargo, establece la obligación de costear una bandera cada vez que fuese
necesario, para que no tuviera que pagarla la Cofradía. Manda también que a su
costa se realicen unas potencias de plata para el Señor de la Humildad en la
forma que ya tenía hablado con su hija y su yerno, y que se guarden en poder de
su hija o de quien ella designare.
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Al fondo a la derecha vemos la portada de la
desaparecida ermita de la Caridad,
antigua capilla del Hospital de los Santos Reyes
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Desde tiempo inmemorial y vinculado a
la propia fundación de la villa —posiblemente finales siglo XV o comienzos del
XVI— existió en Puente Genil el Hospital de los Reyes, que la tradición vincula
al paso de los Reyes Católicos por estas tierras. La capilla anexa al Hospital
y que daba servicios a enfermos y moribundos, era la capilla de la Caridad, que
se mantuvo en pie hasta la década de los sesenta del pasado siglo, cuando el
devastador desarrollismo de aquellos años destruyó buena parte de la esencia
histórico-patrimonial de la villa. Presidía el altar mayor de aquella sencilla
capilla, la imagen del Señor de la Humidad y Paciencia, titular de la Cofradía
de la Santa Caridad.
En 1664 y por motivos nunca del todo aclarados, se
constituyó la Cofradía del Señor de la Humildad a partir de la preexistente —y hospitalaria, no penitencial— de
la Caridad, dotándose de reglas propias, hoy desaparecidas. Pues bien, todos
esos datos, toda esa información, ha llegado hasta nuestros días a partir del testamento de Alonso de Arada que estamos analizando. Es entre sus párrafos donde se nos ofrece la primera
noticia que tenemos de la fundación de la Cofradía del Señor de la Humildad (como decimos, en 1664), como continuidad de otra mucho más antigua, la de la
Santa Caridad.
Son estos detalles lo que confieren al testamento de Alonso de
Aranda un carácter definitivo para el estudio de nuestras cofradías, de la del
Humilde en particular.
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Señor de la Humildad y Paciencia, titular de la Cofradía del mismo nombre.
Alonso de Aranda no llegó a ver esta imagen del Señor, que llegó a
la Puente de Don Gonzalo 31 años después de su muerte.
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Otros
bienes que Alonso vincula al mayorazgo de Marina, son unas casas en la calle de
La Plaza, un molino y casas en Miragenil, hazas de tierra en las Torronteras,
Blancas y Ventosillas (en Estepa), olivares en los partidos de Romero, la Cruz
de la Mujer, Cañada Afán, Melchor de Uceda y Senda El Ladrillo (localizados en
Estepa).
Bienes
del mayorazgo de María de Aranda (su hija). Estaría formado por casas en la calle de
La Plaza, cortijo y tierras en el Cerro de las Higueras, otras tierras con
trigo, encinas y chaparros en la Cruz de Ojeda (en Campo Real, en el camino de
Lucena), olivares en el camino de las Torrecillas, Cañada Arroyo, Arroyo
Garrobo, La Esperilla, los Bermejales (todos ellos en La Puente de Don
Gonzalo).
Pero
no sólo otorga bienes, honores y derechos, sino que establece también una serie
de obligaciones y condicionantes que debían cumplirse tanto por su hija, su
nieta y por cualesquiera otros que con el tiempo fuesen llamados a estos
vínculos y mayorazgos. Por ejemplo, y por el testimonio que nos ofrece de la
moral y posicionamiento de la época, recogemos la previsión de que, si alguno de
los titulares de sus bienes y derechos cometiere el delito de herejía, el
pecado nefando u otros, perdería todos sus bienes y sería privado de la
sucesión y posesión de ellos, no desde que los hechos fueren cometidos, sino
desde veinticuatro horas antes de
«que tuviere ánimo deliberado de cometer el dicho delito», debiendo ser sucedido como si «muriese naturalmente las dichas veinte y cuatro horas antes que lo cometiere o tratare de cometerlo».
Para
su nieta Marina establece que si muriese sin sucesión, su vínculo y mayorazgo
se agregaría al que dejaba fundado en cabeza de María de Aranda, su hija,
debiendo luego sucederle los hijos varones con preferencia sobre las hembras,
incluso el varón menor antes que la hembra mayor. Si la línea sucesoria de su
hija María se acabase, deberían sucederle uno de los nietos de Jorge Aranda y
Catalina de Rivera (abuelos de Alonso de Aranda, el testador), naturales de
Jaén, o sus hijos y descendientes; a falta de alguno de ellos, el hijo varón de
Francisco de Priego y Pedraza, regidor perpetuo que fue de la ciudad de Málaga,
y de Francisca Guerra de Mesa, su prima hermana y sus hijos y descendientes; en
ausencia de cualquiera de ellos, establece la sucesión en los vínculos y
mayorazgos en cualquier pariente suyo (de Alonso de Aranda), aunque sea
transversal, de Jaén, de Alcalá la Real, Baeza, Andújar o de la villa del
Castillo del Ucubi (se refiere a Espejo). Si tampoco se encontrasen parientes,
le sucedería entonces la cofradía del Santísimo Sacramento, la del Señor de la
Humildad, que procesionaba el Miércoles Santo con salida desde el hospital de
la Santa Caridad, y las de Nuestra Señora del Rosario y de las Ánimas del
Purgatorio, fundadas en la Parroquia de Puente Genil.
Fiel
a su idea de que el patrimonio no debía disolverse, establece que los bienes que conformaban los vínculos y mayorazgos serían siempre
«enajenables e indivisibles y que no se puedan ceder, renunciar ni prescribir, aunque sea por prescripción inmemorial, ni se puedan vender ni enajenar, trocar ni cambiar, ni hipotecar, ni censuarlos, ni arrendarlos por largo tiempo, en todo ni en parte, aunque la tal enajenación e hipoteca sea por causa de dote, arras, alimentos o para redimirle el poseedor si estuviere cautivo, así él como otros que estuvieren en cautividad, ni por causa pública ni piadosa ni por testamento, codicilo ni otro contrato, ni por otra última voluntad ni por otra causa alguna necesaria ni voluntaria de cualquier calidad que sea pensada o no pensada».
Tras
hacer algunas consideraciones sobre su linaje y el de su yerno, y aconsejar a
sus herederos sobre la forma de comportarse con sus familiares y la honra que
deben a su estirpe, Alonso nos informa de que tiene otra nieta de poco más de
un año, también hija legítima de María y Juan del Pino. Para ella dispone de cuatro mil pesos que debían entregarse a su madre, para adquirir inmuebles de calidad y fundar un nuevo vínculo en la
persona de la pequeña Catalina. Establece para ello algunas prevenciones en
seguridad de la más pequeña de sus nietas.
Dirigiéndose directamente a su hija y a su yerno, les aclara que la fundación de los vínculos y
mayorazgos (constituidos a costa del patrimonio que pudiera haber correspondido a su hija)
no fue por agraviarlos y les ruega que «tengan
toda paz y no tengan enojos ni pesadumbres por lo que dejo dispuesto, porque con ella Dios nuestro Señor será
servido y les dará aumentos de su divina gracia». De hecho, los nombra
usufructuarios de todos los frutos y rentas, aconsejándoles que «pues tienen bienes raíces de calidad y
bondad, hagan imitación en lo que yo dejo hecho, y a los demás hijos que
tuvieren y su Divina Majestad les diere, les vinculen para que todos se hallen
con la autoridad de bienes vinculados, para que en lo de adelante, los demás
descendientes hagan lo mismo, y agreguen a estos vínculos y mayorazgos lo que
les parecieren». Después pedirá tiernamente a su yerno que, dado que su hija
es hija única y tiene poca familia, «que
le tenga el cariño que los hombres de su calidad deben tener a sus esposas».
Pero independientemente de las prevenciones que Alonso establece y las súplicas
en cuidado de su hija y familia, es obvio que siente un gran respeto y cariño
por su yerno, Juan del Pino Martos. Así nos lo indica no sólo el tono con el
que a él se dirige, sino cuanto bueno de él afirma y cuenta, así como el legado
que le hace de una escopeta a la que estimaba muchísimo, algo
poco habitual en la época, y de una sortija esmeralda a la que tenía verdadero
aprecio por haber pertenecido a su padre, rogándole deje ambas cosas a uno de
los hijos que Dios le diere, o a las hijas que ya tiene.
Deja
algunas mandas a Juan Castillero, su oficial mayor; también a una tal
María de los Ángeles, hija de Juan González; y a Sebastiana, que ambas se criaron
en su casa; a María Jiménez, viuda de Fernando Navarro, sus compadres; y cien
ducados para la pila bautismal y sagrario que la cofradía del Santísimo
Sacramento, de cuya cofradía se declaraba firme afecto —y a la que
deja algunos censos y beneficios—, estaba tratando de construir en la Parroquia
de la Purificación (lo que condiciona a que para las
fiestas que se hicieren, se reservase un sitio a sus nietas y sucesores).
Primera página del testamento de Alonso de Aranda |
Ordena
que en su capilla de la iglesia del convento de la Victoria (para más información sobre esta
capilla, su fundación y la familia Aranda, pinchar en este enlace) se haga un tabernáculo a la imagen de Nuestra Señora
de la Victoria y la Salud, y funda una memoria perpetua de legos (que deja
dotada económicamente) para que sirva y cante en dicha capilla, pidiendo a su
hija y yerno que designen un religioso del convento para que diga las misas. Y
si por parte del convento hubiere algún reparo a esas misas, ordena que se digan en
el hospital de la Santa Caridad, en el altar del Santísimo Cristo de la
Humildad. Especifica el bueno de Alonso que esa memoria que funda debe ser
siempre lega y de legos, y nunca eclesiástica. Tan es así que, de no cumplirse esta
condición, está dispuesto a dejar sin efecto dicha memoria. Así, aclara que «el señor ordinario de este obispado no se
ha de entrometer en hacer nombramientos ni en otras diligencias algunas, y si
lo hiciere, desde ahora para cuando se entrometa, la revoco y doy por ninguna».
Declara para conocimiento de sus nietos —y nuestro, casi tres siglos y medio después—, que en la catedral de Jaén tienen una capilla en la que se enterraron
sus abuelos; que su padre murió el día de Nuestra Señora de marzo (posiblemente
se refiera al día 25 de marzo, la Virgen de la Encarnación, que se celebra
junto con la solemnidad de la Anunciación) y su esposa el día de San Acisclo y
Victoria (17 de noviembre).
Para
hacer efectivas sus últimas voluntades, nombra albaceas a su hija María y a su
esposo Juan del Pino, a Lucas Jiménez de Góngora y Mesa (alcalde mayor de la
villa), a su hermano Bartolomé y a Juan Ruiz Obrero, escribano.
Llama
la atención el deseo de Alonso, tan habitual en los hombres, de perpetuarse más
allá de la muerte. El anhelo de que su familia y linaje se proyecten en el
tiempo; que los bienes duren eternamente; que las misas cuya celebración ordena
lo sean hasta el final de los siglos; que las limosnas se perpetúen por
siempre jamás… El deseo, tan comprensible y absurdo, de querer seguir estando
cuando estar ya es imposible. O no... Quizás no sea tan absurdo. Quizás Alonso
sólo anticipó el anhelo que el poeta Víctor Reina Jiménez plasmó en aquellos
versos a los que Rafael Sánchez Pérez puso música un día… y nos sobrecogió el alma, esta vez, sí, para siempre (pulsar aquí para escuchar en Spotify):
Déjame reencarnarme en
el viento
que despeina tu
alfombra de lirios,
en las notas que agita
el silencio,
en la llama que
tiembla en los cirios.
Cuando muera en mis
labios tu aliento,
cuando deje de oír tu
latido,
y la tierra se trague
mis huesos
y me cubra de polvo el
olvido…
Déjame
ser la espina en tu frente,
ser
la gota de sangre en tu herida.
No
me dejes morir con la Muerte.
Víveme
más allá de la Vida.
Déjame ser la sangre
en tus venas,
ser la nube que llora
en un charco,
abrazarme a tu piel de
madera
cuando vuelvas a estar
bajo el Arco.
Cuando ya nada quede
del hombre
que se quiso aferrar a
tus huellas,
y me envuelva en su
manto la noche
y no brillen ya más
las estrellas…
Déjame
ser la espina en tu frente,
ser
la gota de sangre en tu herida.
No
me dejes morir con la Muerte.
Víveme
más allá de la Vida.
Déjame
que me mire en tus ojos.
Sé
la luz de mi alma perdida.
No
me dejes morir con la Muerte,
Víveme
más allá de la vida.
No obstante, algunos asuntos pendientes debían enturbiar la conciencia del testador o la paz familiar, pues meses más tarde, el dos de febrero de 1675, el bueno de Alonso añade un codicilo a su testamento, por el cual nos enteramos de la premoriencia de su hermano Pedro, y conocemos la existencia de algunas diferencias entre él y su hermano Bartolomé, franciscano de la Orden de los Mínimos en la villa y comisario de la Santa Cruzada.
Cinco
días más tarde, Alonso de Aranda fallecía y se documentan las diligencias para
abrir el testamento. En su virtud, cada uno de los testigos que en su día
comparecieron al otorgamiento, son citados para reconocer la autenticidad de su
firma como testigos. Tras de lo cual Juan Ruiz Obrero, escribano (notario),
cortó los hilos que mantenían cerrado el testamento, lo abrió, leyó y publicó.
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Licencia Bartolomé de Aranda 1 (anverso) |
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Licencia Bartolomé de Aranda 1 (reverso) |
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Licencia Bartolomé de Aranda 2 (anverso) |
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Licencia Bartolomé de Aranda 2 (reverso) |
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