En alguna ocasión había leído acerca de una
antigua tertulia de amigos, de poetas y literatos, que en el viejo Madrid del
último tercio del siglo XIX agrupaba a un puñado de hombres en torno a lo que
llamaban el Bilis Club.
Jamás supe muy bien qué era aquello, pero el simple
hecho de saber que Manuel Reina había formado parte del mismo, despertaba en mí
una curiosidad nunca satisfecha.
Una tertulia que tuvo distintas sedes a lo largo
del tiempo (la Cervecería Inglesa en la carrera de San Jerónimo; la Cervecería
Escocesa en la calle del Príncipe y, finalmente, en el Café Nueva Iberia)
y que nos recuerda sobremanera a algunas reuniones de amigos en nuestra
localidad que, afortunadamente, aún conservan ese espíritu festivo desprovisto
de cualquier otra aspiración.
El pontanés Víctor Reina Jiménez, en unos versos
que forman parte de aquella genialidad titulada Cartas de lo imposible (a
la venta en Papelería La Ideal y Delibes), al alimón con Rafael Ortega Cruz,
atribuye a Manuel Reina una carta dirigida al poeta Miguel Romero, en el que le
da cuenta de cómo transcurría su vida en aquel Madrid finisecular del siglo XIX.
En una de aquellas estrofas Reina, evocador, le traslada lo siguiente:
El Bilis Club contaba entre sus filas
con la crème de la crème de la bohemia,
oscuros ganapanes, tocatimbres,
ultimísimos monos de la selva
de la gran urbe intensa y literaria,
de aquel Parnaso que me abrió sus puertas…
Hace un tiempo cayó en mis manos un artículo
del malogrado escritor y periodista malagueño Francisco Flores García
(arrollado por un tren en el Madrid de 1917, en la estación del Mediodía, al
intentar cruzar la vía), que conoció desde dentro aquel magnífico Bilis Club,
en el que cuenta algunas anécdotas deliciosas, las travesuras cometidas por sus
miembros (alguno de ellos insignes literatos), de sus idas y venidas, de su
origen y desaparición.
Por lo curioso del asunto, por el desenfado y la
nostalgia con la que el artículo está redactado y, fundamentalmente, por ser
parte de la vida y de la historia de Manuel Reina, y a pesar de su extensión,
no me resisto a compartirlo para disfrute y curiosidad de los lectores de esta
libreta digital.
COSAS DE ANTAÑO: EL BILIS CLUB
Francisco Flores García 1844-1917
Fue una reunión, una sociedad,
una piña de amigos, mejor dicho, que llegó a ser célebre; tan célebre como mal
comprendida, y tan inofensiva como calumniada.
Unos
cuantos amigos y compañeros de letras comenzaron a reunirse diariamente en un
determinado café, durante un par de horas por la tarde (generalmente de dos a cuatro),
y otras dos o tres horas por la noche, dejando de verificarse esta última
reunión las noches de estrenos de comedias.
El
principal objeto de la naciente reunión no fue otro que pasar el rato
agradablemente, cambiando impresiones y comentando los sucesos día en lo
tocante a la literatura, a la política, a la chismografía de bastidores y a la
tauromaquia, tema este último tratado siempre con calor, porque en la reunión
había—¿y cómo no?— lagartijistas y frascuelistas acérrimos.
Mas
con ser interesante ese tema, el preferente era, desde luego, la
cuestión literaria en todos sus aspectos. Autores y obras pasaban por el claro
tamiz de una crítica superficial y ligera, formulada en broma y, por tanto,
inofensiva.
Aún
quedaba tiempo para hablar de lo humano y de lo divino.
Estaba
prohibido en absoluto murmurar de los ausentes en lo que se refería al terreno
privado; pero se toleraba y hasta se autorizaba criticar y aun zaherir a los
presentes, en broma, por supuesto. Al que no tenía paciencia para soportar
tales bromas, se le consideraba indigno de pertenecer a la reunión.
Algunos
escritores de la parte de afuera vieron con malos ojos la formación de aquella
tertulia, oyeron campanas, tomaron el rábano por las hojas, y creyeron que la
tal reunión se componía de envidiosos, murmuradores y maldicientes que a nadie
dejaban hueso sano, que censuraban sin motivo, y sólo por hacer daño, a sus
compañeros, principalmente a los de sólida y bien ganada reputación; que sólo
se juntaban para destilar la bilis de su crítica apasionada y morbosa.
Uno de aquellos juzgadores, que padecía la manía de hacer frases a outrance
(manía de que ya se ha curado, por su fortuna), tuvo la ocurrencia de
bautizar a aquella reunión con el nombre de Bilis-Club.
Los
aludidos tomaron la cosa a broma, en broma aceptaron aquella poco simpática
denominación, y era frecuente oírles decir: «Voy al Bilis», o «Vengo del
Bilis».
Tal fue
el origen del Bilis-Club, sociedad literaria sin reglamento, sin junta
directiva, y sin domicilio; pues, como digo, se reunía en un café.
***
De
aquella sociedad (debo llamarla así), formaron parte principalísima, por su
asiduidad, Leopoldo Alas (Clarín), Tomás Tuero, Luis Taboada, Armando
Palacio Valdés, Eugenio Sellés, Manuel Reina, Marcos Zapata, Leopoldo Cano,
Eduardo Bustillo, Félix González Llana, Eusebio Sierra, Adolfo Posada
Iban
también a aquella reunión, en calidad, puede decirse, de socios transeúntes, porque
no concurrían asiduamente, Joaquín Dicenta, Eduardo de Palacio, Tirso
Rodrigáñez, Emilio Sánchez Pastor, y algunos otros cuyos nombres tampoco
recuerdo.
Mariano de Cavia fue otro de los integrantes del Bilis Club
Clarín,
el
que luego fue docto catedrático de la Universidad de Oviedo, pontífice máximo
de la crítica literaria y maestro de escritores, era entonces periodista, y
ejercía, preferentemente, la crítica teatral, con una competencia y una
acometividad de que hay pocos ejemplos. Pronto tuvo indiscutible y temible
autoridad. Esmaltaba sus artículos de aguados, punzantes y satíricos chistes,
llegando a ser el terror de muchos escritores ya sancionados (apuntaba alto) y
que eran sometidos a un juicio de revisión por aquel juez implacable. Su
sólida instrucción, su amplia cultura y su inmenso talento, daban a sus
opiniones una fuerza incontrastable. En el Bilis hablaba poco pero
bueno: cada frase suya era un epigrama o una sentencia. Al evocar hoy su
memoria, una profunda tristeza invade mi ánimo, por la pérdida irreparable del
escritor ilustre que fue mi amigo y compañero de Club.
Palacio
Valdés, el que a la hora de ahora es uno de nuestros más insignes novelistas,
era también periodista en aquella sazón, y, como Clarín, ejercía la
crítica; pero no a la manera de Clarín, cuanto a la forma, sino de modo
suave, cortés y hasta respetuoso, sin dejar por ello de ser justo e imparcial.
También hablaba poco y, generalmente, en sentido conciliador, descubriendo ya
en aquella época el grave defecto de toda su vida, y que forma el rasgo más
saliente de su carácter; una modestia exageradísima; que defecto grave es la
modestia cuando es tan verdadera y tan extremada como la de Palacio Valdés.
Tomás
Tuero, aquel brillante escritor y gran periodista, muerto en plena juventud y
en pleno éxito, era entre nosotros una continua y deslumbrante paradoja. La
palabra relampagueante de Tuero contrastaba con la apacible tranquilidad de
Manuel Reina, elegante y delicado poeta, también arrebatado prematuramente a las
letras patrias y al cariño de sus amigos.
Pero
el alma de la reunión era Luis Taboada, otro muerto ilustre e insustituible. En
aquella época era un asombro de gracia y de espontaneidad. Tenía la frescura de
la juventud, y aún no había pasado por ciertas pruebas dolorosas. Al café donde
concurríamos iba mucha gente que se situaba cerca de nuestras mesas sólo
para oír las ocurrencias de Taboada.
***
Concurría
asiduamente por las tardes y por las noches —y había sido uno de los fundadores
del Bilis-Club— un anciano
poeta, candoroso como un niño, que cifraba su vanidad infantil en escribir
buenos romances a estilo clásico. Aquel hombre (conviene repetir que era excesivamente
candoroso e ingenuo, y que pensaba en alta voz) tenía todas las pequeñas
pasiones de la infancia, y era, sobre todo, inmodesto y envidioso en grado
máximo. Aquello de «padecer tristezas del bien ajeno» parecía inventado para
él. Pero (he de esforzarme en repetirlo) esos defectos no resultaban en él
molestos ni odiosos, antes al contrario, daban una nota cómica, por la sencilla
ingenuidad con que los mostraba.
Luis
Taboada, secundado por algunos otros socios, se dedicaba preferentemente a amargar la existencia del anciano poeta,
ora señalando algún defecto al último romance publicado por el vate, ya
elogiando desmedida mente a otro romancero (todos eran émulos y rivales del
nuestro, según él), o bien inventando dichas y venturas logradas por algún
compañero ausente.
La
noticia de haberle tocado a Enrique Romá cuarenta mil duros a la lotería, en
Córdoba, hizo pasar un mal rato a aquel pobre hombre.
—
¡Cuarenta mil duros! ¡Algo menos será! — decía en el tono más agrio y apenado.
Su credulidad era inconcebible. En cierta ocasión le hicimos creer que Tomás
Luceño, uno de los hombres más buenos, más formales y más correctos de este
país, pedía palcos al empresario del teatro Español, que lo era entonces Felipe
Ducazcal, ¡para venderlos! No sólo creyó ciegamente esa enormidad, sino que se
desató contra Luceño y lo puso como ropa de Pascua.
En
esa y otras análogas distracciones pasaban el rato aquellos temibles miembros
del Bilis-Club…
***
Poco
después de inaugurado el teatro de la Primavera (hoy Barbieri), situado en la
calle de su título primitivo, se estrenó en el mismo un drama en tres actos,
titulado La mancha de yeso, original de un carpintero de armar. ¡Floja bronca pudo armarse por aquel dichoso drama!
La
prensa, con esa generosidad que le es innata, sobre todo cuando se trata de
carpinteros de la literatura, elogió la obra, aseguró que era buena por ser de
quien era, y el buen público de aquellos barrios llenó el teatro unas cuantas
noches.
Nosotros
no quisimos perder aquella novedad, y allá, al teatro de la Primavera, fue una
noche el Bilis-Club en masa, sin parar mientes en la distancia ni en los
riesgos que podíamos correr.
La
obra iba ya cansada, y las entradas habían aflojado bastante. Ocupamos toda la
primera fila de butacas y parte de la segunda. El público habitual de aquel
coliseo nos miró con cierta extrañeza, no exenta de hostilidad: íbamos casi
todos de levita y sombrero de copa.
En
cuanto se levantó el telón y oímos la primera frase, estallamos como un
solo hombre en un aplauso formidable, y llamamos a escena al autor, que se
presentó en seguida, haciendo grotescas cortesías. A partir de aquel instante,
ya no hubo momento seguro: todo nos hacía gracia y no cesamos de aplaudir y de
llamar al autor; pero, a la cuarta o quinta llamada, el autor hubo de escamarse
ante aquel desbordado entusiasmo, y no quiso volver a salir. Los cómicos nos
miraban de reojo, y los espectadores que estaban cerca de nosotros también se
habían escamado; empezaban a refunfuñar, y un chulo de grandes persianas, de
malísima traza y gesto avinagrado, dijo en alta voz:
—
Estos señoritos vienen, mayormente, a meter la pata, y a alguien le va a
arder el pelo.
La
alusión no podía ser más delicada.
Terminado
el primer acto, y después de intentar vanamente que el autor se presentase de
nuevo en escena, nos reunimos, a deliberar, en un pasillo, y Luis
Tabeada habló de esta manera;
--Señores:
la cosa se pone fea, aún más fea que La mancha de yeso; estamos haciendo
oposición a una paliza, y nos la vamos a ganar, porque la merecemos. Si para
muestra basta un botón, creo que debe bastarnos conocer —aunque de oídas—el
primer acto, para apreciar debidamente el mérito de esa obra de
carpintería de armar. ¿Les parece a ustedes que nos marchemos ahora
mismo?
—
iSí! — contestamos todos a una voz, como los comparsas de las comedias.
Inmediatamente
salimos del teatro y volvimos a nuestro domicilio social.
¡Ya
teníamos domicilio propio! El dueño de la Cervecería Escocesa de la
calle del Príncipe nos había cedido generosamente —por el consumo— una pieza
interior de dicho establecimiento, en la cual sólo podían entrar los individuos
del Bilis-Club, poniendo un camarero a nuestra disposición.
El
tiempo que vivimos en aquel cuarto interior de la Cervecería Escocesa, fue
nuestra época más floreciente y expansiva.
Sin la traba del «¿qué dirán?» que en cierto modo nos cohibía delante del
público volandero de los cafés que antes habíamos recorrido (habían sido
varios), allí estábamos como en familia, en nuestra propia casa, y usábamos una
franqueza salvaje, y a veces cruel, entre nosotros mismos. Como dejo dicho,
nadie tenía derecho a ofenderse, y el descaro más inaudito pasaba como una
bromita de salón.
Alguien, sin embargo, no lo
entendió así… y hubo un pequeño desprendimiento…
***
Antes
de estar instalados en la Cervecería Escocesa, corrimos una aventura digna de
ser aquí referida. Por entonces, era nuestro punto de reunión un café que había
junto a las Galatravas, y estábamos disgustadísimos, porque el servicio era muy
malo. Lo digo con toda franqueza, porque ya no existe dicho café: de continuar
abierto, me guardaría muy bien de meterme en tales dibujos, por la
responsabilidad criminal en que pudiera incurrir; pues sé que, aparte las
comedias, no es lícito desacreditar ningún producto…
Al
café aludido fue una tarde a buscarnos el apreciable actor Chas de Lamotte (q. e. p. d.), y nos propuso un cambio magnífico, un cambio en la cabeza del
dueño del café. La Sociedad Artístico Industrial, establecida en el piso
principal de una gran casa de la calle de C..., nos cedía de balde un par de
habitaciones amuebladas, poniendo a nuestra disposición la necesaria servidumbre,
gratis también.
La
proposición nos extrañó mucho. ¿A qué obedecía aquella generosidad? Fácil era
la explicación, según Chas de Lamotte. En dicha sociedad había una buena
cantina, donde servían café, licores y fiambres, todo ello de clase superior, y
bien pagaríamos las habitaciones que nos cedían con el consumo que hiciéramos.
El razonamiento parecía lógico.
Vimos
el cielo abierto, aceptamos en seguida proposición tan ventajosa, y fuimos en
corporación, acompañados por Chas, a ver la casa nueva. Las dos
habitaciones que nos destinaban, y de las cuales nos dio posesión el conserje,
eran amplias, exteriores, y estaban lujosamente amuebladas. Nos instalamos
desde luego.
íbamos
por las tardes, desde las dos hasta las cuatro o las cinco, y por las noches
desde las nueve hasta las doce o la una.
Por
la tarde no veíamos a nadie ni oíamos el menor ruido en el resto de la casa, de
la cual sólo conocíamos nuestras habitaciones. Cuando intentamos alguna
exploración, encontramos todas las puertas cerradas. Por la noche ya era otra
cosa. Tampoco veíamos a nadie, excepción hecha del camarero que nos servía;
pero desde cosa de las diez, oíamos el tráfago y ajetreo de gente que discurría
por los pasillos y se internaba en las habitaciones interiores.
—Será
que la Sociedad Artístico-Industrial celebra junta —pensamos la primera
noche.
Por
el pronto no nos metimos en más averiguaciones; pero, como en las noches
sucesivas se realizó el mismo programa, creímos llegada la hora de escamarnos
un poco.
A los
cuatro o cinco días do concurrirá aquella casa misteriosa—que bien podía
llamarse la casa de los ruidos —hicimos un horrible descubrimiento. La Sociedad
Artístico-Industrial… ¡era una casa de juego!...
Inmediatamente
surgió una duda. ¿Por qué aquellos industriales nos habían llevado allí
y nonos daban conocimiento de su industria? Por una razón muy sencilla y muy clara. Sabían que éramos gente
de poco dinero —dicho sea sin ofensa de nadie—y como puntos, poca
ganancia les podíamos dar, no siendo puntos fuertes, y nos reservaban
otro papel. Nos llevaron allí con el solo propósito de que una sociedad de
literatos fuese tapadera de una casa de juego, y por ese medio despistar a la
policía. No obstante, la policía no se despistó, como verá el que leyere.
***
Despejada
la pavorosa incógnita, y después de una breve deliberación, decidimos irnos
inmediatamente con la música a otra parte, aunque fuese al café donde nos
envenenaban a diario. En el calor de la improvisación, uno, no recuerdo quién, tuvo
la desdichada idea de que estuviésemos en carácter al pasar allí la
última velada, y, al efecto, propuso que se tallara un modesto burlóte.
Se abrió discusión sobre la materia, y poco después se abrió la puerta, y
el camarero nos presentó los naipes que habíamos menester. Se declaró el punto
suficientemente discutido, y en seguida, con gran algazara, pasamos a vías
de hecho, estableciendo una timba modestísima.
La
animación fue inusitada, y eran risibles las apuestas. Nos divertíamos de veras
en aquel inocente
juego.
Al
cuarto de hora de haber comenzado —¡encantadora oportunidad la nuestra! — el
camarero entró, gritando:
— ¡La
policía! ¡La policía!
Terror
pánico. Guardamos apresuradamente las barajas y el dinero; adoptamos una
actitud tranquila, en lo posible, y nos preparamos a esperar los
acontecimientos. Nos creímos seriamente comprometidos; tendríamos que
comparecer ante el juez de guardia ¡Tal vez que Ingresar en la cárcel! ¡Qué
vergüenza!
Alguien
tuvo la idea salvadora de que nos fuésemos por un balcón; pero, estábamos en un
principal con entresuelo, y ya la idea no resultaba tan salvadora…
Por
fortuna, nuestros temores fueron ilusorios. La policía, que indudablemente iba
a tiro hecho, se fue derechita a las habitaciones interiores, sorprendió la
partida grande, la verdadera partida, se incautó de los útiles del oficio, detuvo
a buen golpe de profesionales (nosotros éramos unos simples aficionados),
y se marchó con ellos, sin dignarse siquiera entrar donde estábamos.
¡Merecíamos
aquel desprecio! ¡Y lo agradecimos mucho!
¡Con
qué satisfacción respiramos, y con qué celeridad nos lanzamos a la calle!
Aquella
peripecia dio ocasión a innumerables chistes de Taboada, o inspiró a Bustillo
la siguiente improvisación:
Vino
el inspector, y zás:
nos
levantó aquel burlóte.
La
culpa la tuvo Chás
de
Lamotte.
¡Pobre
Chas! Era un hombre buenísimo. No sólo no tuvo la culpa, sino que creo
sinceramente que fue engañado, como nosotros. Después de lo acaecido, estaba
inconsolable.
***
Caricatura de Pérez Galdós
(por Ramón Cilla), Madrid Cómico 15 abril 1883
Volvimos,
provisionalmente, a nuestro punto de partida, o sea al café de junto a las
Galatravas.
El
recuerdo de aquel disgusto, fue nuevo acicate de nuestro buen humor.
De
aquella reunión, tan calumniada por los que no la conocían, salió la idea del
primer banquete ofrecido a D. Benito Pérez Galdós, y que fue, puede decirse, la
consagración de su fama y la proclamación oficial de su inmenso talento.
De la
idea nació una comisión compuesta de individuos del Bilis, que organizó, no un banquete, sino
dos, para un mismo día, uno por la mañana y otro por la noche.
¿Explicación
de ese doble agasajo, o más bien tributo de justicia? Una razón económica muy atendible.
El primer banquete en que se pensó había de ser de 25 pesetas el cubierto, si
habíamos
de
darle la debida importancia; luego se cayó en la cuenta de que muchos
admiradores del gran novelista, no podían disponer de cinco duros—por grande
que fuese su admiración — para tal objeto, y entonces se ideó dar por la mañana
un almuerzo popular, a tres pesetas, y por la noche, el banquete proyectado
primeramente.
Y así
se hizo. Un mismo fondista sirvió los dos banquetes, que se verificaron en la
Carrera de San Jerónimo, donde ahora se halla establecido el Antiguo café de
la Iberia. Aunque el más caro fue selecto, y asistieron Castelar,
Echegaray, Martos y otras ilustres personalidades, que pronunciaron admirables
discursos, declaro, en honor a la verdad, que me resultó más animado, más
expansivo y más simpático el banquete de por la mañana, y casi me atrevería a jurar
que a Galdós le sucedió lo mismo.
El
insigne autor de los Episodios Nacionales, debió quedar satisfecho.
***
En
otra ocasión, aprovechando la estancia en Madrid de D. José María de Pereda, en
una de sus escapadas de la montaña de Santander que por cierto no eran
frecuentes - también le ofrecimos un banquete, que resultó por extremo lucido y
brillante.
Pereda
venía a Madrid lo menos posible, cuando le era absolutamente preciso y a regañadientes.
Sabido
es que el eminente literato montañés era de la más pura laya reaccionaria; y yo
debo consignar aquí, que en el Bilis-Club predominaban por manera
absoluta las ideas liberales y republicanas; pero, jamás, como corporación, confundimos
el arte con la política. Contraste digno de notarse: mientras los
correligionarios del autor de Pedro Sánchez apenas le hacían caso,
nosotros, sus adversarios políticos, le agasajábamos, honrándonos al hacer
justicia a su esclarecido talento.
Recuerdo
que, terminado el banquete —que fue importante por el número y calidad de los comensales
—y ya de pie para marcharnos, un grupo de socios del Bilis rodeó al
ilustre autor de Sotileza (que por entonces acababa de publicarse), reconviniéndole
cariñosamente por su sistemático alejamiento de esta villa y corte.
Uno
le preguntó:
—¿Por
qué no viene usted más a menudo a Madrid y por largas temporadas?
Y él
contestó, sonriendo bondadosamente:
—
Temo hacerme liberal… por agradecimiento. Esa es la razón de que no venga tan a
menudo por aquí.
La
censura al proceder de sus correligionarios no podía ser más clara. ¿Qué
importaba que Pereda fuese liberal o reaccionario? Para nosotros era
sencillamente el autor de muchos libros hermosísimos, una verdadera gloria nacional,
y eso bastaba para consagrarle nuestra más entusiasta admiración, otorgándole
nuestro más profundo respeto.
El
gran escritor de cara cervantina y estilo cincelado estuvo muy cariñoso con
nosotros, nos dedicó ejemplares de su última novela y prometió venir a Madrid
con más frecuencia…, aun corriendo el riesgo que tanto temía.
Do
esto hace la friolera de veintitrés años… cuando menos.
***
Como
nota cómica, que reflejaba nuestro habitual modo de ser, después de los
banquetes ofrecidos a los de fuera de casa, también ofrecimos y dimos un
banquete a un compañero de Club, al anciano poeta romancero, para
celebrar… su centenario.
La
broma era algo pesada, porque, en ley de verdad, le faltaban muchos años para
llegar a cifra tan respetable.
Él
aceptó la broma y la llevó muy bien; concurrió al banquete, comió con excelente
apetito y nos obsequió y encantó con la lectura de uno de sus más castizos
romances. Es decir, no nos encantó a todos, porque en dicho romance, después de
dar las gracias por aquel homenaje, decía que entre los comensales había
quien lo merecía más que él, y estampaba dos o tres nombres.
Los
aludidos se incomodaron fieramente, y aquella incomodidad fue nuevo motivo de
diversión.
Si
hubiera de contar todas las anécdotas y narrar cuantos episodios recuerdo de
aquella época relacionados con el Bilis-CIub, o acaecidos en el mismo, sería interminable este relato,
y no quiero abusar de la paciencia del lector.
En
broma, sin tomar nada en serio, al parecer, aquella piña de amigos rindió
siempre fervoroso culto al mérito positivo, fue misericordiosa con la medianía
modesta, dispensó alentadora acogida a todo talento naciente, y algunos de
aquellos biliosos honraron, y honran, las letras patrias.
***
El Bilis-Club
llegó a constituir una fuerza, y a ejercer decisiva influencia en algunas
esferas del Estado.
Mediante
una propuesta firmada por nosotros, fue nombrado Director del Asilo de las
Mercedes el un tiempo popularísimo y simpático escritor Enrique Pérez Escrich,
quien, después de una labor copiosa que enriqueciera a sus editores, había
llegado a la vejez — como llegan casi todos nuestros escritores —sin dos
pesetas…
Otros
destinos pudo recabar también el Bilis-Club para escritores necesitados,
algunos de los cuales mostró su gratitud… quitándonos el pellejo.
Pero
nada hay duradero en este pícaro mundo, y el Bilis-Club no había de
tener el privilegio de ser eterno. Clarín, el sabio y temible
crítico—pero nuestro amigo cariñoso— se fue a desempeñar su cátedra en la
Universidad de Oviedo, y Palacio Valdés se metió en su concha para trabajar
seriamente y darnos la serie de novelas que hoy son la admiración de propios y extraños.
Aun
notándose, como se notaba, el gran vacío que dejaron entre nosotros dos figuras
de tanto relieve como esos admirables artistas de la pluma que dejo
mencionados, todavía vivió el Bilis-Club días prósperos y relativamente
dichosos.
Algún
tiempo después, a Luis Taboada—nuestro conversador predilecto —le pedían
artículos de todos los periódicos; tuvo que ordenar y metodizar su trabajo- que
era enorme,—y ya no tenía tiempo de ir al Club asiduamente, sino muy rara
vez; Manuel Reina pasaba largas temporadas en Puente-Genil; Leopoldo Cano fue
con un alto cargo militar a Puerto Rico; murió Tomás Tuero {eminente
articulista de El Liberal); Marcos Zapata se fue a América; Sánchez de
León a trabajar en provincias; otros tenían ocupaciones que no les dejaban
libre el tiempo que antes consagraban a su reunión favorita; y así,
paulatinamente, fue perdiendo su carácter y concluyéndose poco a poco el famoso
Bilis-Club, pesadilla de algunos
espíritus estrechos que, pasándose de listos, fueron siempre y a toda hora sus enemigos
jurados.
En
sus últimos tiempos, ya era el Bilis-Club una reunión dominguera, pues
solamente los domingos podían reunirse la mayoría de los socios que quedaban;
mas ya no éramos ni sombra de lo que fuimos cuando aplaudíamos La mancha de
yeso y organizábamos banquetes en serio y en cómico.
Al
presente, muchos de aquellos regocijados biliosos toman café en su casa,
hecho en una maquinilla, y, durante el invierno, el reuma u otros achaques les
impiden salir por las noches.
Yo
llevo en mi trabajado espíritu la nostalgia de aquellos febriles días, siempre
alegres, que marcaron el apogeo del Bilis-Club, y, al dar de mano a esta
sencilla narración, envío desde aquí un abrazo fraternal a los compañeros que
viven, elevando desde el fondo de mi corazón una oración cristiana a la buena
memoria y por el alma de los compañeros que han desaparecido.
Benito Chas de Lamotte, actor y dramaturgo, a quien el poeta Narciso Serra
dedicara los siguientes versos, que fueron recogidos por Manuel del Palacio y
Luis Rivera, en su Cabezas y calabazas (Madrid, 1864): ¡Chas! En vano me
dirás / que de actor te has contratado: / tú siempre estarás quebrado / como tu
apellido, Chas.