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viernes, 18 de julio de 2025

A propósito de Alonso de Aranda, sus bienes y familia, y sobre la fundación de la cofradía del Señor de la Humildad y un Puente Genil hermoso con vistas al siglo XVII

Muy enfermo debió sentirse el respetabilísimo Alonso de Aranda, representante de una de las más principales familias de la villa, para ordenar su testamento a la una de la madrugada de aquel martes dieciséis de octubre de mil y seiscientos setenta y cuatro. Y absolutamente convencido de la proximidad de su muerte para convocar a tan escandalosa hora, rodeados de hachones de cera en el sepulcral silencio de una fría madrugada, al escribano Juan Ruiz Obrero y a los vecinos que en calidad de testigos comparecieron: Antonio Galeote y Jaén, Mateo Ruiz Guerrero (familiar del Santo Oficio), Juan de Melgar y Saavedra (alcalde ordinario), Lucas Moreno de Lara (escribano púbico), el capitán Juan de Gálvez y Lara, Domingo Palacios y Cristóbal Castillero.


Era hijo del doctor Bartolomé de Aranda, natural de Jaén, y de Inés de Mesa, ambos vecinos de la villa. Se casó con Marina de Siles, con quien tuvo una hija legítima —Marina de Aranda—, que luego contraería matrimonio con Juan del Pino Martos, alcaide de la fortaleza de la villa. Ambos dieron dos nietas a Alonso: Marina (que en el momento del otorgamiento del testamento tenía cinco años) y Catalina, de poco más de uno.

En el hermoso estilo del siglo XVII, Alonso ordena con multitud de detalles y prevenciones, lo que habría de pasar con sus bienes, su familia, sus relaciones… a partir de que fuera llegado su óbito.

En cuanto a su entierro, dispuso que fuera sencillo y llano, y que su cuerpo —vestido con hábito y cuerda de Nuestro Padre San Francisco de Paula—, se trasladase con una cruz desde la Parroquia hasta el convento Franciscano (Los Frailes), acompañado solamente por un sacerdote, sacristán y acólito. Allí sería recibido por la comunidad de religiosos y franciscanos, y enterrado sobre terrizo a la entrada de la capilla de Nuestra Señora de la Victoria y de la Salud (de la que era fundador), para que todo el que entrare en ella, pisare sobre su tumba. Asimismo, ordena la celebración de una serie de misas por su alma, las de sus padres y difuntos, y por los de su esposa, Marina de Siles.

Confiesa Alonso que desde que tuvo uso de razón oyó a sus padres decir, y la experiencia y la observación de la realidad le confirmaron en esa opinión, que los bienes que se parten y dividen acaban desapareciendo junto a la memoria de su procedencia, mientras que los bienes que se mantienen juntos y agregados, permanecen y se aumentan, posibilitando así la conservación del nombre y la casa familiar. Por eso prohíbe la dispersión de su patrimonio, estableciendo una serie de mayorazgos y vínculos a favor de su esposa, su hija y nieta.

Honores y bienes del mayorazgo de Marina (su nieta): los derivados de su título de fundador de la capilla de la Virgen de la Victoria y de la Salud en el convento de Los Frailes, y los que le pertenecían por la aprobación de las reglas de la Cofradía de la Caridad. Con estos últimos, se refiere al honor de sacar la bandera adornada con hachas de cera, precediendo al Señor de la Humildad y Paciencia la tarde del Miércoles Santo, tal y como había hecho desde que el secretario del obispado lo aprobara en 1664. Vinculado a esos honores, sin embargo, establece la obligación de costear una bandera cada vez que fuese necesario, para que no tuviera que pagarla la Cofradía. Manda también que a su costa se realicen unas potencias de plata para el Señor de la Humildad en la forma que ya tenía hablado con su hija y su yerno, y que se guarden en poder de su hija o de quien ella designare.

Del hospital de la Santa Caridad de esta villa que su título es el Hospital de los Reyes, los Miércoles Santos en la tarde de cada uno año, sale una procesión de los discípulos con título de la Humildad de Nuestro Señor Jesucristo, sacando en ella su santa insignia que está en dicho hospital. Y cuando se fundó la dicha cofradía, que fue el año pasado de mil y seiscientos y sesenta y cuatro, los hermanos mayores y cofrades hicieron reglas de lo que se había de hacer y guardar en la dicha procesión, las cuales se aprobaron por el secretario ordinario de este obispado. Y en las dichas reglas fue que yo, mis hijos y descendientes perpetuamente para siempre jamás, habíamos de sacar la bandera que lleva la dicha procesión. Y en todas las que se han hecho desde que se fundó en ejecución de las dichas reglas, yo la he sacado.
Y así los honores que tengo y me pertenecen en la dicha cofradía por razón de llevar la dicha bandera, y que se saque en ella la vinculo en este mayorazgo y la agrego a él [...].
Es conveniente detenernos en este apartado, a los solos efectos de resaltar la importancia del texto arriba transcrito:

Al fondo a la derecha vemos la portada de la 
desaparecida ermita de la Caridad, 
antigua capilla del Hospital de los Santos Reyes

Desde tiempo inmemorial y vinculado a la propia fundación de la villa —posiblemente finales siglo XV o comienzos del XVI— existió en Puente Genil el Hospital de los Reyes, que la tradición vincula al paso de los Reyes Católicos por estas tierras. La capilla anexa al Hospital y que daba servicios a enfermos y moribundos, era la capilla de la Caridad, que se mantuvo en pie hasta la década de los sesenta del pasado siglo, cuando el devastador desarrollismo de aquellos años destruyó buena parte de la esencia histórico-patrimonial de la villa. Presidía el altar mayor de aquella sencilla capilla, la imagen del Señor de la Humidad y Paciencia, titular de la Cofradía de la Santa Caridad. 

En 1664 y por motivos nunca del todo aclarados, se constituyó la Cofradía del Señor de la Humildad a partir de la preexistente —y hospitalaria, no penitencial— de la Caridad, dotándose de reglas propias, hoy desaparecidas. Pues bien, todos esos datos, toda esa información, ha llegado hasta nuestros días a partir del testamento de Alonso de Arada que estamos analizando. Es entre sus párrafos donde se nos ofrece la primera noticia que tenemos de la fundación de la Cofradía del Señor de la Humildad (como decimos, en 1664), como continuidad de otra mucho más antigua, la de la Santa Caridad. 
Son estos detalles lo que confieren al testamento de Alonso de Aranda un carácter definitivo para el estudio de nuestras cofradías, de la del Humilde en particular.

Señor de la Humildad y Paciencia, titular de la Cofradía del mismo nombre.
Alonso de Aranda no llegó a ver esta imagen del Señor, que llegó a 
la Puente de Don Gonzalo 31 años después de su muerte.

Otros bienes que Alonso vincula al mayorazgo de Marina, son unas casas en la calle de La Plaza, un molino y casas en Miragenil, hazas de tierra en las Torronteras, Blancas y Ventosillas (en Estepa), olivares en los partidos de Romero, la Cruz de la Mujer, Cañada Afán, Melchor de Uceda y Senda El Ladrillo (localizados en Estepa).

Bienes del mayorazgo de María de Aranda (su hija). Estaría formado por casas en la calle de La Plaza, cortijo y tierras en el Cerro de las Higueras, otras tierras con trigo, encinas y chaparros en la Cruz de Ojeda (en Campo Real, en el camino de Lucena), olivares en el camino de las Torrecillas, Cañada Arroyo, Arroyo Garrobo, La Esperilla, los Bermejales (todos ellos en La Puente de Don Gonzalo).

Pero no sólo otorga bienes, honores y derechos, sino que establece también una serie de obligaciones y condicionantes que debían cumplirse tanto por su hija, su nieta y por cualesquiera otros que con el tiempo fuesen llamados a estos vínculos y mayorazgos. Por ejemplo, y por el testimonio que nos ofrece de la moral y posicionamiento de la época, recogemos la previsión de que, si alguno de los titulares de sus bienes y derechos cometiere el delito de herejía, el pecado nefando u otros, perdería todos sus bienes y sería privado de la sucesión y posesión de ellos, no desde que los hechos fueren cometidos, sino desde veinticuatro horas antes de
«que tuviere ánimo deliberado de cometer el dicho delito», debiendo ser sucedido como si «muriese naturalmente las dichas veinte y cuatro horas antes que lo cometiere o tratare de cometerlo».
Para su nieta Marina establece que si muriese sin sucesión, su vínculo y mayorazgo se agregaría al que dejaba fundado en cabeza de María de Aranda, su hija, debiendo luego sucederle los hijos varones con preferencia sobre las hembras, incluso el varón menor antes que la hembra mayor. Si la línea sucesoria de su hija María se acabase, deberían sucederle uno de los nietos de Jorge Aranda y Catalina de Rivera (abuelos de Alonso de Aranda, el testador), naturales de Jaén, o sus hijos y descendientes; a falta de alguno de ellos, el hijo varón de Francisco de Priego y Pedraza, regidor perpetuo que fue de la ciudad de Málaga, y de Francisca Guerra de Mesa, su prima hermana y sus hijos y descendientes; en ausencia de cualquiera de ellos, establece la sucesión en los vínculos y mayorazgos en cualquier pariente suyo (de Alonso de Aranda), aunque sea transversal, de Jaén, de Alcalá la Real, Baeza, Andújar o de la villa del Castillo del Ucubi (se refiere a Espejo). Si tampoco se encontrasen parientes, le sucedería entonces la cofradía del Santísimo Sacramento, la del Señor de la Humildad, que procesionaba el Miércoles Santo con salida desde el hospital de la Santa Caridad, y las de Nuestra Señora del Rosario y de las Ánimas del Purgatorio, fundadas en la Parroquia de Puente Genil.

Fiel a su idea de que el patrimonio no debía disolverse, establece que los bienes que conformaban los vínculos y mayorazgos serían siempre
«enajenables e indivisibles y que no se puedan ceder, renunciar ni prescribir, aunque sea por prescripción inmemorial, ni se puedan vender ni enajenar, trocar ni cambiar, ni hipotecar, ni censuarlos, ni arrendarlos por largo tiempo, en todo ni en parte, aunque la tal enajenación e hipoteca sea por causa de dote, arras, alimentos o para redimirle el poseedor si estuviere cautivo, así él como otros que estuvieren en cautividad, ni por causa pública ni piadosa ni por testamento, codicilo ni otro contrato, ni por otra última voluntad ni por otra causa alguna necesaria ni voluntaria de cualquier calidad que sea pensada o no pensada».
De la misma forma, si el poseedor de alguno de los vínculos se hiciese religioso, los bienes pasarían al siguiente en grado, de la misma forma que si hubiere muerto, excepto que el religioso profeso lo fuese de alguna de las órdenes militares, en cuyo caso sí podrían ostentar el vínculo o mayorazgo.

Tras hacer algunas consideraciones sobre su linaje y el de su yerno, y aconsejar a sus herederos sobre la forma de comportarse con sus familiares y la honra que deben a su estirpe, Alonso nos informa de que tiene otra nieta de poco más de un año, también hija legítima de María y Juan del Pino. Para ella dispone de cuatro mil pesos que debían entregarse a su madre, para adquirir inmuebles de calidad y fundar un nuevo vínculo en la persona de la pequeña Catalina. Establece para ello algunas prevenciones en seguridad de la más pequeña de sus nietas.

Dirigiéndose directamente a su hija y a su yerno, les aclara que la fundación de los vínculos y mayorazgos (constituidos a costa del patrimonio que pudiera haber correspondido a su hija) no fue por agraviarlos y les ruega que «tengan toda paz y no tengan enojos ni pesadumbres por lo que dejo dispuesto, porque con ella Dios nuestro Señor será servido y les dará aumentos de su divina gracia». De hecho, los nombra usufructuarios de todos los frutos y rentas, aconsejándoles que «pues tienen bienes raíces de calidad y bondad, hagan imitación en lo que yo dejo hecho, y a los demás hijos que tuvieren y su Divina Majestad les diere, les vinculen para que todos se hallen con la autoridad de bienes vinculados, para que en lo de adelante, los demás descendientes hagan lo mismo, y agreguen a estos vínculos y mayorazgos lo que les parecieren». Después pedirá tiernamente a su yerno que, dado que su hija es hija única y tiene poca familia, «que le tenga el cariño que los hombres de su calidad deben tener a sus esposas». Pero independientemente de las prevenciones que Alonso establece y las súplicas en cuidado de su hija y familia, es obvio que siente un gran respeto y cariño por su yerno, Juan del Pino Martos. Así nos lo indica no sólo el tono con el que a él se dirige, sino cuanto bueno de él afirma y cuenta, así como el legado que le hace de una escopeta a la que estimaba muchísimo, algo poco habitual en la época, y de una sortija esmeralda a la que tenía verdadero aprecio por haber pertenecido a su padre, rogándole deje ambas cosas a uno de los hijos que Dios le diere, o a las hijas que ya tiene.

Deja algunas mandas a Juan Castillero, su oficial mayor; también a una tal María de los Ángeles, hija de Juan González; y a Sebastiana, que ambas se criaron en su casa; a María Jiménez, viuda de Fernando Navarro, sus compadres; y cien ducados para la pila bautismal y sagrario que la cofradía del Santísimo Sacramento, de cuya cofradía se declaraba firme afecto —y a la que deja algunos censos y beneficios—, estaba tratando de construir en la Parroquia de la Purificación (lo que condiciona a que para las fiestas que se hicieren, se reservase un sitio a sus nietas y sucesores).

Primera página del testamento de Alonso de Aranda


Ordena que en su capilla de la iglesia del convento de la Victoria (para más información sobre esta capilla, su fundación y la familia Aranda, pinchar en este enlace) se haga un tabernáculo a la imagen de Nuestra Señora de la Victoria y la Salud, y funda una memoria perpetua de legos (que deja dotada económicamente) para que sirva y cante en dicha capilla, pidiendo a su hija y yerno que designen un religioso del convento para que diga las misas. Y si por parte del convento hubiere algún reparo a esas misas, ordena que se digan en el hospital de la Santa Caridad, en el altar del Santísimo Cristo de la Humildad. Especifica el bueno de Alonso que esa memoria que funda debe ser siempre lega y de legos, y nunca eclesiástica. Tan es así que, de no cumplirse esta condición, está dispuesto a dejar sin efecto dicha memoria. Así, aclara que «el señor ordinario de este obispado no se ha de entrometer en hacer nombramientos ni en otras diligencias algunas, y si lo hiciere, desde ahora para cuando se entrometa, la revoco y doy por ninguna». Declara para conocimiento de sus nietos —y nuestro, casi tres siglos y medio después—, que en la catedral de Jaén tienen una capilla en la que se enterraron sus abuelos; que su padre murió el día de Nuestra Señora de marzo (posiblemente se refiera al día 25 de marzo, la Virgen de la Encarnación, que se celebra junto con la solemnidad de la Anunciación) y su esposa el día de San Acisclo y Victoria (17 de noviembre).

Para hacer efectivas sus últimas voluntades, nombra albaceas a su hija María y a su esposo Juan del Pino, a Lucas Jiménez de Góngora y Mesa (alcalde mayor de la villa), a su hermano Bartolomé y a Juan Ruiz Obrero, escribano.

Llama la atención el deseo de Alonso, tan habitual en los hombres, de perpetuarse más allá de la muerte. El anhelo de que su familia y linaje se proyecten en el tiempo; que los bienes duren eternamente; que las misas cuya celebración ordena lo sean hasta el final de los siglos; que las limosnas se perpetúen por siempre jamás… El deseo, tan comprensible y absurdo, de querer seguir estando cuando estar ya es imposible. O no... Quizás no sea tan absurdo. Quizás Alonso sólo anticipó el anhelo que el poeta Víctor Reina Jiménez plasmó en aquellos versos a los que Rafael Sánchez Pérez puso música un día… y nos sobrecogió el alma, esta vez, sí, para siempre (pulsar aquí para escuchar en Spotify):

Déjame reencarnarme en el viento
que despeina tu alfombra de lirios,
en las notas que agita el silencio,
en la llama que tiembla en los cirios.

Cuando muera en mis labios tu aliento,
cuando deje de oír tu latido,
y la tierra se trague mis huesos
y me cubra de polvo el olvido…

Déjame ser la espina en tu frente,
ser la gota de sangre en tu herida.
No me dejes morir con la Muerte.
Víveme más allá de la Vida.

Déjame ser la sangre en tus venas,
ser la nube que llora en un charco,
abrazarme a tu piel de madera
cuando vuelvas a estar bajo el Arco.

Cuando ya nada quede del hombre
que se quiso aferrar a tus huellas,
y me envuelva en su manto la noche
y no brillen ya más las estrellas…

Déjame ser la espina en tu frente,
ser la gota de sangre en tu herida.
No me dejes morir con la Muerte.
Víveme más allá de la Vida.

Déjame que me mire en tus ojos.
Sé la luz de mi alma perdida.
No me dejes morir con la Muerte,
Víveme más allá de la vida.

No obstante, algunos asuntos pendientes debían enturbiar la conciencia del testador o la paz familiar, pues meses más tarde, el dos de febrero de 1675, el bueno de Alonso añade un codicilo a su testamento, por el cual nos enteramos de la premoriencia de su hermano Pedro, y conocemos la existencia de algunas diferencias entre él y su hermano Bartolomé, franciscano de la Orden de los Mínimos en la villa y comisario de la Santa Cruzada.

Cinco días más tarde, Alonso de Aranda fallecía y se documentan las diligencias para abrir el testamento. En su virtud, cada uno de los testigos que en su día comparecieron al otorgamiento, son citados para reconocer la autenticidad de su firma como testigos. Tras de lo cual Juan Ruiz Obrero, escribano (notario), cortó los hilos que mantenían cerrado el testamento, lo abrió, leyó y publicó.
Licencia Bartolomé de Aranda 1 (anverso)

Licencia Bartolomé de Aranda 1 (reverso)

Licencia Bartolomé de Aranda 2 (anverso)

Licencia Bartolomé de Aranda 2 (reverso)



miércoles, 7 de mayo de 2025

La sublime amistad y un precioso homenaje a don Baldo


En junio de 1913 el Teatro Circo de Puente Genil acogía la representación de Plutón, comedia original de don Baldo, Baldomero Giménez Luque, un personaje imprescindible para entender el movimiento social y cultural del primer tercio del siglo XX en Puente Genil.  


No solo no he podido localizar un ejemplar de la obra, sino que ignoro si don Baldo llegó a publicarla. Sí sabemos, sin embargo, que fue tal su éxito que el autor hubo a saludar al respetable desde la escena al terminar cada uno de sus tres actos, algo, desde luego, poco frecuente.

Aún no habían cesado los aplausos y los vítores, cuando entre los amigos de don Baldo corrió la idea de rendirle homenaje de admiración y simpatía, asumiendo la responsabilidad de organizar tal reconocimiento, su amigo y abogado Francisco Sampedro Martínez.

Manuel Pérez Carrascosa, El Pontón nº 64 abril 1992

Todo cuanto aconteció ha llegado a nosotros a través de la crónica de Manolo Pérez Carrascosa —quien con frecuencia firmaba como Abul Beka— y Julio (Giménez de) Montilla e Ibarra, grandes poetas, amigos y colaboradores de don Baldo, quienes tuvieron la ocurrencia de “asaltar” su imprenta —La Estrella— y “apropiarse” de aquella edición de finales de junio de 1913 de El Aviso. Por ellos sabemos que la comisión encargada de la organización del homenaje los visitó para pedir su adhesión al mismo y, cómo no, la oportuna colaboración económica.  Con enorme simpatía relatan su sorpresa al sentirse asaltados y, dado que ninguno de ellos tenía una perra chica, mediante un soneto titulado “Homenaje muy sincero/ de dos pollos sin dinero” se adhieren y excusan al mismo tiempo:

Voto a Dios que me espanta esta pobreza

que la mente resiste a concebilla,

mas se trata de “Abul” y de Montilla

¡miseria monetaria en una pieza!

 

Por Jesucristo vivo, no es simpleza

traer a colación tal maravilla,

pues lo mismo en la Puente que en Sevilla,

poetas sí, por Dios, mas sin riqueza.

 

Apostaría a que el ánima del muerto

(Plutón por sobrenombre el condenado)

en el infierno llora amargamente.

 

¿Quién duda que es verdad? Nada más cierto,

Plutón, como nos, está ¡ay! bollado,

y el que dijera lo contrario, miente.

 

Por eso incontinente

miramos al trasluz la banquetada

que rinden a una gloria bien ganada.


Obviamente, se adhirieron al homenaje que tuvo lugar en el amplio patio de la fonda La Andaluza, regentada por Francisco Cabello Rivas, y a la que asistieron más de setenta personas en un ambiente de sana alegría. El menú, sin responder al lujo, sí satisfizo a los comensales, quienes, además de ensalada, entremeses, dulces, helados y vinos, pudieron degustar una sopa de menudillo, legumbres en salsa, ternera a la provenzal, pescada a la mayonesa y pollo asado.

Además del propio don Baldo, ocupaban la mesa presidencial el alcalde Alfonso Ariza Estrada (lo fue desde comienzos de 1912 hasta el 20 de diciembre de 1913), el diputado Francisco Morales Delgado; el juez Manuel Parejo Delgado; y los tenientes alcaldes José E. Delgado Bruzón (aquel de la trifulca con pistolas —que afortunadamente no llegó a más— con Miguel Romero), Wenceslao Aguilar Ortega y Pablo Ortega Montilla.

Fue el primero en tomar la palabra y dar inicio a los brindis e intervenciones Francisco Sampedro, quien ofreció el banquete al homenajeado. Terminada su intervención entró en acción Abul Beka para dedicar a don Baldo el siguiente soneto, en el que expresa ufano la inmensa alegría que le provoca el éxito del amigo:

 

La mente se resiste a creer lo cierto…

¿Es verdad, Baldomero, que has triunfado?

¿es verdad, caro amigo, que has llegado

del escritor al anhelado puerto?

 

¿Es verdad que se muestra el cielo abierto

ante tu ser, de lauros coronado?

“La Traviesa” y ”Plutón” te han transportado

a tan grate mansión desde el desierto.

 

Bien claro lo demuestra este banquete

piedra primera de la justa gloria

que te veo conquistar paso tras paso…

 

Ciña tu cuerpo el férreo coselete,

empuña ya el lanzón y a la victoria;

¡el Parnaso te espera: ve al Parnaso!

Julio Giménez de Montilla Ibarra, 1907

A partir de la poesía de Bernardo López García “El dos de mayo” («Oigo, patria, tu aflicción/ y escucho el triste concierto/ que forman, tocando a muerto/ la campana y el cañón […]»), el joven e ilusionado Julio Giménez de Montilla crea una versión titulada “El dos plutoniano”, versos que debió recitar entre risas y aplausos, y algunas de cuyas claves (por estar referidas a bromas y chanzas del momento, que nos son ajenas) hoy se nos escapan. Un registro festivo y guasón, al que el bueno de Julio —romántico, lírico y galante— no nos tiene acostumbrados. Él mismo así lo entiende y nos lo confiesa en la última estrofa de su composición. 

Duele pensar que solo un año más tarde de cuanto acontece, el joven, el bohemio y enamoradizo poeta, el culto, nostálgico e inteligente poeta, «el último gran romántico de los poetas de Puente Genil», como lo definía Carlos Delgado, puso fin a su existencia disparándose con un revólver en la cabeza.

Veo amigo tu emoción

y el escucho el grato concierto

que forman con tu cubierto

acá los del atracón.

Sobre tu ígnea razón

miro flotantes jamones

y oigo alzarse a otras regiones

en estrofas culinarias,

del cólico las plegarias

en sendas detonaciones.

 

¿Ríes porque te ensalzaron

los que al fin te conocieron?

a ti, a quien siempre quisieron

porque tu gloria admiraron;

a ti, por quien se inclinaron

hasta las tiendas de lona;

a tu Musa la matrona[1],

la que por su dicha plugo

no tener otro verdugo

que el peso de su corona.

 

Doquiera la mente mía

sus alas de pavo leva,

allí una estatua se eleva

cantando tu gran valía.

Desde la cumbre bravía

que el sol de aquí tornasola

hasta Larache que inmola

a Romanones en guerra,

no hay un pedazo de tierra

sin una “Traviesa”[2] sola.

 

Tembló el orbe a tus creaciones

y de la espantada esfera

no ha cesado la carrera

no obstante tus producciones.

Nadie dudó en las razones

que confirman tu victoria,

pues de tu gigante gloria

no cabe el rayo fecundo

ni en los ámbitos del mundo,

ni en el hueco de una noria.

 

Siempre en lucha desigual

cantan tu invista arrogancia

Estepa, Rute, Numancia.

Herrera y el Palomar.

En tu numen virginal

no arraigan conceptos hueros

pues indómitos y fieros

tus pensamientos, vasallos,

saben hacer capisallos

de los estros forasteros.

 

¡Y aún hubo en la tierra un hombre

que no creyó que eras tanto!

Espacio falta a mi canto

para maldecir su nombre.

Aún cuando el Puente se asombre

con ansia abriré la Historia:

dame café, no achicoria,

y Almagra y todos a coro,

y si me aprietan, Teodoro,

participen de tu gloria.

 

Aquel literato hambrón

que en su delirio profundo

a Don Quijote en el mundo

nos lanzó de sopetón.

Aquel Cervantes guasón

que sin saber escribir

no comprendió a percibir

(ebrio de necio valer),

que no puede pobre ser

pueblo que sabe reír.

 

¡Hurra! clamó ante el altar

un Párroco que delira;

¡hurra! repitió la lira

con frenético cantar;

¡hurra! gritó al despertar

el pueblo que no se aterra;

y cuando en pontana tierra

tus méritos conocieron

hasta las bocas se abrieron

¡y cualquiera va y las cierra!

 

Las viejas con gran temor

medrosas saltan del lecho

y hasta los niños de pecho

se empaparon de… sudor.

La madre mata el calor,

y cuando fresca ya está

grita al hijo que se va:

«Pues tu flaqueza lo quiere,

lánzate al casorio y muere:

tu suegra me vengará».

 

Y suenan locas canciones

y saetas bereberes,

y hasta las mismas mujeres

empinan los botellones.

Al pie de férreos balcones

al grito de “Almagra” zumba,

y por la popa retumba

y el del cólico se aferra

en que allí le falta tierra

para ca...so de rebumba.

 

Paisanos que en amistad

de la jarana al arrullo

fuisteis de la fiesta orgullo,

para mis versos, piedad.

Tras de comer, descansad,

que arrepentido y sincero

os juro a fe de coplero

que hasta que España sucumba

no saldrá más de su tumba

mi numen chirigotero.


El juez del municipio, Manuel Parejo Delgado, además de ser hermano del célebre judeo “Poíto”, era hijo de Leopoldo Parejo Reina, extraordinario y prolífico vate, considerado entonces el decano de los poetas de la Puente. Es en nombre de su padre (cuya guasa se atisba en la risa sincera que sus versos provocan), que el juez Manuel Parejo se levantó y dio lectura a las siguientes redondillas:

Aunque no he visto tu obra

y nada puedo decir,

tengo gusto en aplaudir,

que un aplauso nunca sobra.

 

Y te diré, en conclusión,

que este aplauso que te envío,

es sincero, porque es mío,

que aplaudo de corazón.

 

A lo anterior, y podemos imaginar el ambiente festivo, de sincera y hermosa camaradería, respondió el homenajeado con unos versos, en los que descubro el dominio de una poesía espontánea de lenguaje sencillo y cercano. Mas, por encima de todo, percibo la declaración de amor inmenso a Puente Genil de un hombre nacido en 1872 en Vélez Málaga, huérfano de padre y madre desde muy niño, y para cuyo sustento hubo de trabajar, infante, en una fábrica de curtidos. Un joven que formó parte de una compañía de teatro que llevó sus representaciones por los pueblos de Sevilla, Cádiz y Málaga, a donde luego volvió para seguir trabajando en la fábrica de curtidos, estableciéndose más tarde en Puente Genil, donde abrió, primero, una imprenta en el número 3 de la Cuesta Baena y, luego, en el 17 de la calle Don Gonzalo. Periodista, dinamizador cultural, agitador de conciencias y, en palabras de don José Arroyo Morillo, «un genial poeta festivo, irónico y contundente. Le afluía el verso a torrentes. Sus críticas taurinas en verso fueron verdaderas joyas de destreza rítmica». En 1929 fue nombrado académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba, cuyo discurso no llegó a pronunciar por su pronta muerte. A su fallecimiento, nos sigue contado Arroyo Morillo: «Don Rodolfo Gil Fernández, entrañable amigo y leal colaborador del extinto, pedía a Puente Genil un reconocimiento a Don Baldomero por toda su entrega en favor de un pueblo que no fué su cuna, por lo que estaba más obligado aún. Pedía algo tan sencillo como la dedicatoria de una lápida sobre la casa que le cobijó, y cuya dedicatoria rezase:

 

"Aquí vivió, luchó y murió, Don Baldomero Giménez Luque, periodista, Académico e impresor.

Hizo de nuestro pueblo su patria

de nuestra vida, su vida,

de nuestra exaltación su culto

y bandera de combate.

Recordarle es hacerle justicia

y enaltecerle, deuda de gratitud.

1872 – 1929».

 

Baldomero Giménez Luque, don Baldo.
Foto publicada en Mundo Gráfico. Revista Popular Ilustrada el 30 de abril de 1913

Faltaban aún para eso trece años. Pero esta noche festiva y alegre don Baldo recitó feliz y emocionado unos versos de agradecimiento y amor a Puente Genil:

 

Mis queridos amigos: si las grandes

emociones que siente nuestra alma,

llegando al corazón, huellas visibles

y eternas como el tiempo, en él dejaran;

y si posible fuera en un momento

tan rápido y fugaz como una ráfaga

abrir el pecho y presentar a todos

la sencilla leyenda que grabada

ostenta en su interior, yo en este instante

con placer sin igual, pronto rasgara

mi pecho, y mostrara la profunda

huella de gratitud, que cincelada

está en mi corazón, pero no puedo

romper ante vosotros la coraza,

y silenciosa en su carnosa cárcel

raudales vierte de sinceras lágrimas.

Quisiera poseer en este instante,

de Cicerón la sin igual palabra,

y recibir de inspiración divina

en un momento tan grande, la oleada

que pudiera expresar mi torpe lengua

lo que en forma vulgar no se le alcanza,

para poderos dar, cual corresponde,

por este acto las cumplidas gracias.

 

Pero no puede ser, y harto lo siento,

que los genios no abundan, y ellos marcan

épocas en los tiempos, y avaloran

el bello libro de la historia patria.

Así, pues, en lenguaje torpe, rudo,

os habré de decir, que si la causa

que motiva este acto, tan grandioso,

es el estreno de mi pobre drama,

yo lo rechazo, sí; pues considero

esta fiesta tan grande, inadecuada.

Una cosa tan pobre, tan pequeña,

no merece, a mi ver, grandeza tanta.

Yo no he hecho otra cosa, que cumpliendo

un sagrado deber que a todos llama

al campo de la lucha, a librar fuertes

del ideal sublime la batalla,

cumplir con mi deber, y en el teatro

cruzar gozoso mis primeras armas.

 

Mas, si vosotros veis en esa obra

no la sencilla forma literaria,

ni el interés dramático que pueda

encerrar en las redes de su trama;

sino que veis en el autor un hombre

de buena voluntad, que noble y franca,

al servicio de todos pone siempre

su pobre suficiencia, que es escasa,

entonces sí lo acepto, pues afirmo

y os juro, si es preciso, por mi ánima,

que en aquel fuerte yunque donde a golpes

la voluntad más firme se forjara,

batida está la mía, porque es fuerte

cual de rebelde acero, dura barra.

 

Acaso mi labor no fructifique

porque medio y ambiente me hagan falta,

o porque en esta, como en toda lucha,

las circunstancias especiales mandan.

Pero no cejaré. Yo necesito,

y lo digo, señores, con jactancia,

demostrar que si no tuve la suerte

de nacer y pasar mi triste infancia

en este pueblo hospitalario y noble

cuyo cielo purísimo me encanta,

le profeso un amor grande y profundo,

tan profundo y tan grande, que no halla

la idea mi cerebro, por mezquino,

ni mi boca por torpe, la palabra,

con que expresar la magnitud del término

que admita de este amor la comparanza.

 

Porque en él encontré franco cariño,

protección y amistad leal y franca,

y os juro que jamás clavó en mi pecho

la repugnante ingratitud su garra.

Por eso lucho y lucharé constante,

sin importarme que a mi paso salgan

los perros ladradores que interrumpen

del caminante ansioso la jornada,

y el mismo caso haré, que hacía la luna,

del importuno perro de la fábula.

 

Dicho todo lo cual, levanto ahora

esta copa en que el vino se derrama

como rebosa por mi ser el grande,

el puro sentimiento que lo embarga,

y brindo por vosotros, que olvidando

prevenciones y dudas harto rancias

me ofrecéis este obsequio, que agradezco

aquí, en lo más profundo de mi alma.

 

José Esteban Delgado Bruzón

Acabados los emocionantes versos de don Baldo, la concurrencia pidió la intervención de José E. Delgado Bruzón (sería alcalde unos años más tarde, entre 1916 y 1918), todo un personaje de la época, quien recitó los versos que el propio Baldomero Giménez le dedicara tiempo atrás, y que narran una historia deliciosa. En ella se pone de manifiesto la profundidad del sentimiento de don Baldo, así como su maestría para expresarlo de forma sencilla y clara.

 

Cuentan que cierto rapaz

alegre y de genio audaz,

porque era un chico precoz,

preguntóle en alta voz

a un profesor muy capaz:

Maestro, usted que ha estudiado

desde chico Matemáticas,

ciencia en que fama ha alcanzado

y de ella ha solucionado

cuestiones muy problemáticas;

usted que con mucho ardor

hizo de la noche día,

estudiando con amor

en su grado superior

la humana filosofía;

si es que afecto me profesa,

franco, leal, sin aliño,

dígame, pues me interesa,

cómo se mide o se pesa

la magnitud del cariño.

 

El profesor, al momento

concentró su pensamiento

en seria meditación,

y exclamó con noble acento

después de su reflexión:

Sin faltar a la verdad,

¿cómo podré, pobre niño,

explicar con claridad

la inmensa grandiosidad

que representa el cariño?

Yo lo ignoro, y no te asombre;

lo siento y no le doy nombre

a ese destello sagrado

que Dios ha depositado

en el corazón del hombre.

El cariño verdadero,

que es inmenso si es sincero,

no se ha pesado jamás,

ni medido, a lo que infiero,

con balanza ni compás.

Esto niño mío pienso

y te puedo contestar,

que el cariño, puro, intenso,

no se ha podido pesar

ni medir, porque es inmenso.

 

Y bien, nuestro amigo fiel:

si, según el sabio aquel,

para el cariño jamás

hubo regla, ni compás,

ni balanza, ni nivel,

¿cómo nosotros podremos

por mucho que meditemos

en la presente ocasión

decirle con precisión

lo mucho que le queremos?

 

Será, acaso, un desvarío;

mas nuestro afecto, yo fío,

que si siendo un imposible

tomase forma tangible,

no cabría en el vacío.

Poco a poco el banquete fue bajando de intensidad, y casi podemos ver los rostros satisfechos y sonrientes de los amigos, corbatines y lazos prácticamente deslavazados, y la sensación, no ya de haber hecho justicia, sino de haber hecho feliz al bueno de don Baldo, un corazón siempre al servicio de todos, una sonrisa abierta, franca, honesta; un alma buena, siempre dada a las causas más justas y honestas.

Y ya sabemos que cuando la fiesta mengua, hay siempre un grupo de irreductibles que se niegan a dar por concluida una ya de por sí intensa jornada festiva. Y tal pasó en este caso. Una docena de asistentes se decidió a continuar la fiesta, invitados a champán por Alberto Gálvez de la Cámara, que acababa de llegar de América, «brindándose por su feliz regreso, por el éxito de nuestro director[3], por la prosperidad del pueblo y por los hombres de buena voluntad que saben engrandecerlo».



[1] Doña Dolores o doña Soledad

[2] Título de una novela de D. Baldomero Giménez

[3] Se refiere a Baldomero Giménez, director del semanario El Aviso, en el que colaboraban Pérez Carrascosa y Giménez de Montilla, y a partir de cuya edición de 28 de junio de 1913 extractamos la historia narrada.